Hoy relata el evangelio que Jesús, cuando murió su amigo Lázaro, no quiso enmascarar sus sentimientos. Nos cuenta que Jesús lloró y se conmovió tres veces.

La primera, cuando una hermana del difunto le dijo que creía firmemente en su misión y en su divinidad. La segunda, mientras iba hacia el sepulcro de su amigo.
Y la tercera, cuando se detuvo ante la losa que sellaba  –más o menos– la entrada de la cueva en que le habían puesto.

Digo que sellaba “más o menos” porque el hedor del cuerpo putrefacto, al menos para Marta, era ya notorio. Por eso se consideró en la obligación, cuando Jesús mandó a quitar la losa, advertir a su Maestro: “Señor, ya huele mal –le dijo sin rodeos– porque lleva cuatro días”.

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No detuvo a Jesucristo que su amigo ya llevara tanto tiempo muerto y corrompido. Corrigió a su buena amiga Marta, levantó los ojos a lo alto, y dijo de manera audible: “Padre, te doy gracias porque me has escuchado. Yo ya sabía que tú siempre me escuchas; pero lo he dicho a causa de esta muchedumbre que me rodea, para que crean que tú me has enviado”.

Después, dejando con la boca abierta a todas las lloronas de alquiler que daban más solemnidad a la tragedia, gritó con voz potente: “¡Lázaro, sal de ahí!”. Y ante el asombro de todos “salió el muerto, atado con vendas en las manos y los pies, y la cara envuelta en un sudario”.

La gente se quedó tan muda y asustada que ninguno reparó en los torpes pasos del resucitado. Y como los vendajes del resucitado olían mal, nadie quiso ayudar. De modo que Jesús no tuvo más remedio que mandar: “Desátenlo, para que pueda andar”.

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Todos estos cariños que acompañan la resurrección de Lázaro contrastan con la aparente indiferencia de Jesús cuando le avisan que su amigo está enfermo.
“Cuando se enteró de que Lázaro estaba enfermo –nos cuenta el evangelio– se detuvo dos días más en el lugar en que se hallaba”.

El retraso intencionado de Jesús, para las hermanas de su amigo, significó sin duda un duro golpe. Tanto que las dos, en cuanto hablaron por primera vez con Él, se quejaron con idénticas palabras: “Señor –dijeron una y otra– si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano”.

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Pero Jesús no rehusó curar la enfermedad por desamor. No le curó porque su enfermedad –según les explicó a los Doce– no acabaría en muerte. Era para que el Hijo de Dios fuera glorificado por ella. Y eso fue lo que pasó: Jesús manifestó –y probó– ser en verdad la Vida y la Resurrección; Marta y María creyeron en Él, Lázaro –igual que usted y yo cuando nos perdonó Jesús– volvió a vivir la maravilla del amor, y “muchos de los judíos que habían ido a casa de Marta y María, al ver lo que Jesús había hecho, creyeron en Él” (Cf. San Juan 11, 3-45).

Muchas veces nos parece que Jesús no nos escucha. Pero cuando retrasa concedernos lo que le pedimos, nos está disponiendo, como a Marta y a María, para gozar riquezas superiores.