Siempre digo que el diálogo es una actividad tan fértil e invitadora que puede darse hasta entre columnistas de un periódico y por escrito. De hecho, lo he practicado un par de veces para ampliar coincidencias y para disentir. Y no se trata de un intercambio exhibicionista de dos iluminados, no. Lo abordo como la oportunidad de compartir con los lectores una red de opiniones que ellos tendrían a bien recibir y criticar. Que en el juego democrático de las ideas debe haber puesto para todos los argumentados puntos de vista. Por eso, participo en la conversación que abriera, la semana pasada, Roberto Aguilar.

Desde hace meses, es habitual contar con sus artículos como tema de intercambio. La ciudadanía lectora de EL UNIVERSO sigue la palabra frontal, directa, sin compromisos que no sean con su propia exigencia, de este analista de televisión que nos ha ayudado a reparar en el baratillo de programas con que, en nombre de la libertad de expresión, se abusa del receptor ecuatoriano. Y su crítica acerada, indeclinable, atina en la mayoría de las veces. Es verdad que el uso del control remoto para cambiar de canal, es la mayor expresión de nuestra capacidad de aceptación o rechazo de la andanada televisiva, pero cuando lo hacemos, siempre nos acucia la pregunta sobre los ciudadanos que, por un sin fin de razones, más que nada educativas, están siendo movilizados para aceptar, sin resistencia, mensajes nocivos.

El domingo pasado, el analista Aguilar hizo de su comentario una lección para estudiantes preuniversitarios de Comunicación Social. Imagino que los maestros deben de haber asentido al ciento por ciento de sus afirmaciones y deben de haberle agradecido, internamente, por el vehemente discurso de apoyo a las intenciones pedagógicas que los mantiene en las aulas. La lección valía para todas las carreras, para todos los niveles educativos, salvando la indispensable gradación de prácticas y contenidos. ¿Acaso no todas las carreras están convocadas al estudio por elección propia, a la búsqueda del conocimiento con iniciativa y libertad, a la tan ofrecida ‘excelencia académica’ que como un producto de consumo se anuncia en la publicidad que utilizan las instituciones de educación para conseguir clientes, perdón, estudiantes?

Tan importante aporte de un periodista lúcido merece nuestra adhesión. No hay ejercicio crítico –y a eso apuntaba la respuesta que estaba dando a los estudiantes que lo interrogaron– que pueda prescindir de la tríada de factores que sintetizó: dominio del lenguaje, capacidad de interpretación, estudios paralelos al campo profesional. Los estilos tartamudos para hablar y escribir revelan distanciamiento con la herramienta lingüística. Las lecturas lineales no pueden entrar en los pliegues incontables de los textos (y la misma realidad tiene que ser leída e interpretada). Las especializaciones se acaban cuando el conocimiento es visto en dimensión sistémica.

Y a pesar de que Aguilar no introduce la palabra ética en su comentario, en ese como en todos sus artículos anteriores, alienta una actitud firme, sin concesiones, para defender principios, para actuar con limpieza y con sentido ciudadano.

Muchas veces me han replicado que los comunicadores no son maestros. He aquí una muestra de cuánto aporte pedagógico puede emerger de una manera de hacer periodismo.