Hoy el evangelio de la Misa puede ser leído de dos modos. Si se lee en forma breve, como suele hacerse de ordinario, se omiten ciertos detalles. Por ejemplo que Jesús, después de haber curado al ciego, advirtió que su misión en este mundo consistía en destruir la oscuridad: “que vean los que no ven”.

Si se leyera en forma larga, el evangelio nos recordaría que Jesús hizo el milagro sin que nadie lo pidiera: le curó porque quería que aquel hombre – y con él usted y yo – pudiera ver la luz del sol y la de Cristo.

En forma larga o corta, el evangelio deja claro que el ex ciego, nada más recuperar la vista, comenzó a gozar y a padecer lo inesperado. A gozar con el azul del cielo (porque fue curado a pleno día), con el cristal inaferrable de las aguas (porque fue en una piscina donde vio la luz) y con el gris del barro impersonal que Dios, con polvo y con saliva, había preparado para él.

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También gozó con los felices rostros de sus padres (a los que fue corriendo para verlos y comunicarles la noticia) y, sobre todo, con la mirada amable de Jesús.

Pero sufrió lo suyo el pobre ex ciego. Porque quienes le conocían, no lo querían creer. De modo que después de preguntarle si era o no el de siempre (pregunta verdaderamente peregrina) lo llevaron a los fariseos.

Allí empezó el vía crucis del ex ciego. Lo interrogaron más que la Gestapo y que la KGV: le pidieron que explicara cómo había sido, que dijera quién lo había hecho, que se fijara en que su médico curaba los sábados, que llamara a sus papás para que dieran testimonio de que no les engañaba, etcétera.

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Mucho sufrió el pobre ex ciego. Tanto que, después de mucho contestar, perdió la calma y les lanzó un torpedo: “Ya se lo he dicho y lo han oído –replicó cuando por vez enésima le preguntaron- ¿por qué quieren oírlo nuevamente?, ¿también quieren ustedes hacerse discípulos suyos?”.

Esto les puso furiosos. Profesaron su fidelidad a los preceptos de la ley que promulgó Moisés, y luego, sin el menor recato, se la saltaron maldiciendo al procesado. Pero el maldito ex ciego, demostrando que “veía” mucho más que todos ellos, razonó valientemente: “Sabemos que Dios no oye a los pecadores, pero si alguno es temeroso de Dios y hace su voluntad , a este oye (...) Si este no fuese de Dios, no podría hacer cosa alguna”. A lo cual respondieron: “Tú eres puro pecado desde que naciste ¿cómo pretendes darnos lecciones?” Y sin más argumentos, le pusieron de patitas en la calle.

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En la calle se encontró de nuevo con Jesús. Se miró en sus dulces ojos y exclamó: “Creo, Señor”. Y “postrándose, le adoró”. El barro le sanó la vista, hizo que sufriera un poco, pero le llevó al amor (Cf. Juan 9, 1-41).

Cada vez que administro el Sacramento de la Penitencia, pienso el barro de Cristo y en el ciego: en que yo también soy barro, pero puedo dar la vista cuando absuelvo. Y pido para que Jesús -que vino “para que vean los que no ven”- me traiga muchos ciegos al confesonario.