Pocas cosas ejemplifican mejor a nuestra política que la propuesta que ha hecho alguien de la nueva minoría legislativa de no ir más a las sesiones del Congreso para reunirse aparte y formar, así, una suerte de Congreso “paralelo”. Esto era lo que nos faltaba a los ecuatorianos. Lo próximo de lo que nos vamos a enterar es que habrá proliferación de organismos y entidades paralelas: cortes, tribunales, registro oficial, ministerios, fiscalías, policías, presidente y hasta primera dama.

La idea nace del explicable –aunque no justificable– resentimiento de esta nueva minoría por las decisiones que viene adoptando la nueva mayoría de diputados que a veces parece una especie de reaplanadora. La fragilidad de la memoria colectiva –o al menos de ciertos segmentos de esa colectividad aún en formación– del Ecuador es la mejor aliada de su desgracia. Quienes hoy amenazan con fundar un Ecuador “paralelo” hasta hace poco más de tres meses no solamente que habían logrado pulverizar a nuestras instituciones políticas y jurídicas, sino que –y quizás esto es lo más grave– no daban señales de que semejante empeño iba algún día a terminar. A la justicia la habían convertido en la diosa de la venganza; al ministerio público, en el patíbulo de sus malquerientes; al sistema electoral, en un estropajo (basta recordar que un vocal del Tribunal Supremo Electoral “representaba” un partido inexistente…); y al Tribunal Constitucional, en una fábrica de intereses profesionales. Todo esto para satisfacer las ansiedades y neurosis de un círculo de glotones de poder.

No era este un fenómeno nuevo. Este infausto espectáculo era el resultado de una enfermedad que había venido creciendo lentamente en el cuerpo de la sociedad ecuatoriana por una década. Y crecía a costa de mentiras, prepotencia, atropellos y sobre todo del miedo. Tanto nos acostumbramos a vivir en este estado de salvajismo jurídico y de terror político –en esa selva donde la Constitución era alimento de caballos y la ley, comida de cerdos– que dimos por un hecho que ese era nuestro destino.

Ciertamente, un país que entraba al siglo XXI con una dirigencia política más egoísta y primitiva que aquella que existía al comienzo de la República. Líderes que a estas alturas de la historia no entendieron que el poder está hecho para servir, para construir y para orientar a las sociedades. Para implantar la justicia, para dar esperanzas, para inspirar, para transformar. Así fue como entendieron el poder gente como Rocafuerte, Velasco y Alfaro, en nuestro país, o como Churchill, De Gaulle y Roosevelt en otras naciones.

Acá, lamentablemente, se creyó que el poder había que usarlo como Al Capone en Chicago: para perseguir, extorsionar y hacer billete. Un estilo que solamente ha dejado como legado una política de mafiosos que disfrazados de diputados, políticos y magistrados han aniquilado todo un país. Y como si esto fuese poco, ahora han optado por dictarnos cátedra de derecho constitucional, ética y buenas maneras, al punto que quieren fundar una república paralela donde poner a salvo su inolvidable obra.