Se conmemora este año el bicentenario de Hans Christian Andersen (1805-1875), escritor danés cuyos cuentos enriquecieron la infancia de tantas generaciones. Andersen nació en Odense, hijo de un padre zapatero y de una madre lavandera. Fue ella, una mujer supersticiosa, quien abrió a su hijo las puertas del mundo del folklore danés. Fue ella quien lo animó a montar pequeños espectáculos de marionetas y a escribir sus propias fábulas. Entre ellas, El soldadito de plomo, que siempre me hacía llorar cuando oía a mi madre contarla. Enseguida, un resumen:

Había una vez 25 soldados de plomo, eran hermanos, habían salido de la misma vieja cuchara. Cada uno de ellos cargaba con su fusil, mirando al frente y vistiendo su uniforme azul y rojo. Las primeras palabras que oyeron en su nuevo mundo fueron las de un niño:

“¡Soldados, soldados!”

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El pequeño estaba festejando su regalo de cumpleaños. Todos los soldados eran exactamente iguales, a excepción de uno que tenía solo una pierna, ya que el plomo se había acabado antes de que hubieran terminado de darle forma. Pese a todo, el soldadito se mantenía de pie tan bien que el niño decidió conservarlo.

Sobre la mesa había muchos otros juguetes, pero lo que más llamaba la atención era un encantador castillo de papel. Era todo muy lindo, y, sin duda, lo más hermoso era la niña que estaba a las puertas del castillo. Era también de papel, pero tenía un vestido de gasa muy fino, y lentejuelas muy brillantes. La jovencita tenía ambos brazos extendidos, pues era una bailarina. Y su paso era tan bello, se alzaba tan alto en el aire, que el soldadito de plomo pensó que a ella también le faltaba una pierna.

“Sería la esposa más indicada para mí”, pensó, “pero vive en un palacio”. Y decidió ocultar su amor y pasar el resto de su vida mirando a la bailarina.

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Todas las noches, cuando la gente de la casa se retiraba a dormir, llegaba la hora en que los juguetes se ponían a jugar y divertirse visitándose unos a otros, librando batallas o dando bailes. Los soldados de plomo se aburrían en su caja, pero habían sido entrenados para tener disciplina  y educación.

Cierto día, la empleada vio que uno de los soldados estaba lisiado, y lo tiró por la ventana. Unos niños que pasaban vieron el inútil juguete, y lo pusieron en un barco de papel, que se deslizó a lo largo de la cuneta hasta caer a la cloaca, que iba a desembocar en un río.

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Allí, un pez se comió al soldadito, pero este seguía impávido, con su fusil al hombro.

El pez fue pescado y luego lo vendieron a la misma casa donde, un día, el niño había recibido veinticinco soldaditos como regalo. La misma empleada que lo había tirado, lo encontró en el estómago del pescado, y esta vez lo lanzó al fuego.
Pero, antes de caer entre las llamas, el soldadito pudo ver, por última vez, a los mismos niños y, sobre la mesa, los mismos juguetes, y también el hermoso castillo con la linda bailarina a las puertas.

Y vio, en los ojos de la bailarina, una lágrima de papel: ella también lo había extrañado.

Poco a poco, rodeado de llamas, el soldadito empezó a derretirse. Mientras sus ropas iban perdiendo los colores, él intentaba mantener su porte marcial, con los ojos fijos en aquella a quien había jurado amor eterno. Los dos se contemplaban, tristes por la separación, alegres por la oportunidad de verse una vez más.

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No se sabe cómo, pero una corriente de viento atravesó la sala y se llevó a la pequeña bailarina, que voló como un hada y acabó cayendo también en la hoguera. Dicen que Dios es generoso con los que aman, y por eso les permite estar juntos.

Al día siguiente, al barrer las cenizas la empleada halló un corazoncito de plomo, que tenía en el centro una lentejuela que, como sabía, pertenecía a otro juguete de los niños.