El asunto empieza en la escuela, cuando el niño está a punto de no aprobar el grado y los padres buscan un amigo del maestro o del director, o hablan con ellos o le dan regalos para lograr que el chico no pierda el año, “porque un año es un año”, dicen.

Entonces el niño entiende que lo más importante no es aprender sino tener un documento que cubra la apariencia de que aprendió. Así llega a la secundaria y va parchando sus vacíos académicos con favores.
Lo mismo hace en las universidades que se lo permiten y cuando se gradúa se incorpora a la vida colectiva con apariencia  de algo que realmente no es.

Tenemos, entonces una sociedad en la que hay muchos médicos que no saben medicina, maestros que no saben pedagogía, abogados que no saben de leyes, ingenieros que aborrecen los números, mecanógrafas que no se entienden bien con el teclado, jueces que no conocen de justicia.

Entonces armamos una sociedad en la que se aparenta que se gobierna pero no se gobierna, se aparenta que se legisla pero no se legisla, se aparenta que se administra justicia pero no es eso lo que se administra, se aparenta que vivimos en democracia pero no lo hacemos, se aparenta que somos ciudadanos pero no entendemos lo que eso significa.

Pero es difícil que las sociedades se muevan solo en el reino de la apariencia, pues la terca realidad está allí y hay enfermos que necesitan médicos verdaderos y niños que esperan por auténticos maestros y ciudadanos que requieren jueces probos y leyes adecuadas y un país entero que necesita un buen gobierno. Y, entonces, estallan los conflictos, y nos vamos enredando cada día más, porque a las apariencias se suman los intereses particulares que se verían tremendamente perjudicados si los ciudadanos realmente lo fuéramos y si los jueces administraran justicia y si quienes tienen la autoridad para controlar, lo hicieran.

En todo esto, todos tenemos responsabilidad, pero quizás las universidades las tengan más claramente, pues al entregar títulos a quienes no pueden respaldarlos con el conocimiento que ellos requieren, contribuyen a mantener la farsa y al deterioro de la realidad social.

Debemos, pues, empezar por exigir una exhaustiva investigación de las instituciones que se definen a sí mismas como universidades, para asegurarnos de que lo son y no solo aparentan.