Como estaba previsto, el escenario de la política fue la calle y la plaza. En el mismo día, a la misma hora, con banderas similares y en espacios contiguos, desfilaron, gritaron, se concentraron y aplaudieron bulliciosamente quienes defendían a la democracia y quienes apoyaban al Gobierno. Unos y otros reprodujeron hasta el cansancio los ritos que corresponden a estos actos. Apenas los separaban pocos metros de calle, pero sobre todo una maraña de alambres de púas y varias filas de policías armados y escudados. Claro que hubo diferencias, enormes diferencias, pero para encontrarlas era necesario sobrepasar las formas y penetrar en los contenidos, en las motivaciones de los participantes y en los discursos propios de la ocasión.

Es innegable que en la marcha opositora predominó un sentimiento de indignación, causado principalmente por la abrumadora propaganda de los días previos y por los calificativos utilizados por el Presidente de la República. Hasta se podría pensar que si no hubiera habido esa incontinencia verbal, mucha gente habría preferido quedarse en su casa y no soportar la lluvia quiteña. De cualquier manera, todo eso sirvió para que por primera vez en la historia reciente se realice una manifestación que no perseguía objetivos materiales inmediatos ni apoyaba a organizaciones políticas o a candidatos determinados. Fue una movilización para reivindicar la democracia, ese concepto abstracto que en épocas normales importa a poca gente. Pero no estamos en épocas normales.

En la marcha gubernamental –que inauguró la modalidad Auswitch en este tipo de eventos– se demostró que la capacidad de organización está en función directa de los recursos disponibles. No deja de ser un mérito político, sobre todo si los patrones de medida son unos cuantos cientos de buses y algunos miles de personas llevadas desde puntos distantes. En un medio en donde campea el clientelismo esa es una cualidad digna de tomarse en cuenta. Constituye mérito también el florido lenguaje presidencial que compitió en crudeza con las congeladas bailarinas.

Pero la política de la calle tiene un límite preciso que está marcado por la imposibilidad de llegar a soluciones. Estas pueden encontrarse únicamente en los espacios institucionales, en donde se pueden seguir procedimientos establecidos o, en caso de que estos sean inexistentes o insuficientes, acordar otros nuevos.
Mantener y alimentar la acción de la calle, por el contrario, solamente contribuirá a crispar más los ánimos y a cerrar cualquier salida real y duradera al problema de desestructuración del Estado de derecho.

Desgraciadamente, los partidos políticos –que deberían ser los encargados de conducir el proceso– atraviesan una crisis aguda de credibilidad y de confianza que se manifiesta en la silbatina a sus dirigentes en San Francisco y en su propia decisión de ocupar un segundo plano en todos estos episodios.
Consecuentemente, así como se exige al Presidente que escuche la voz de la ciudadanía y que rectifique, de ellos cabría esperar oídos más sensibles y por lo menos un reconocimiento de sus propios errores. Hasta tanto seguirá hablando la calle, y de allí no emanan soluciones.