Lo triste. El Centro Histórico atrincherado como en una guerra civil. La vergüenza de ver a nuestras fuerzas de seguridad (así es, la Policía no es del Gobierno sino de la sociedad) manipuladas para proteger lo que no requería ser protegido: el terror del Gobierno a que la gente se aproximara al palacio. La marcha no era para tumbar al Gobierno sino para exigir el respeto a la democracia. ¿Por qué el temor convierte a estas dos actitudes tan diferentes en homónimas? Qué fácil se olvida que la democracia es un sistema de representación cuyos hilos permanecen invisibles pero sólidamente hilvanados: la elección otorga el mandato (nada más) pero todos los días (y cuantas veces queramos) los ciudadanos tenemos el derecho y el deber de expresar nuestras opiniones sobre la marcha del Gobierno que nos representa. Es inaceptable y vergonzoso cercar la ciudad para que ningún eco de las opiniones de los dueños del poder (los ciudadanos) llegara al palacio. No hay peor política que aislarse en una torre de cristal.

Qué penoso convertir un acto democrático en una apuesta para ver quién llena más plazas. La marcha por la democracia llenó los espacios porque la gente fue libremente a ocupar las calles. La contramarcha del Gobierno, porque se les ofreció pequeñas dádivas y shows musicales (a propósito, ¿alguien audita esos gastos que no tienen justificación, puesto que nuestro dinero no puede ser utilizado para oponerse a nuestra propia marcha pacífica?).

Qué pobre el apelativo de dictócrata. Ni siquiera tiene la marca de la originalidad, es un plato ya servido en otros países. Pero sobre todo es absurdo. Porque se puede entender que uno sea dictatorial en el sentido metafórico contra la corrupción, quizás contra la oligarquía entendiendo en esa frase a los abusivos del poder, pero jamás contra la oposición que constituye la esencia misma de la democracia (la democracia no se define por la presencia de los amigos, sino por la existencia libre de los opositores). Ser oposición y salir a las calles no es sinónimo de corrupción.

La alegría y el orgullo: tanta gente en las calles, libre, espontánea (y hasta divertida). Caminando con la sola intención de defender sus derechos. Y con el grito claro: “…esto no es pagado, es pueblo organizado…”. El orgullo no requiere muchas frases, solo basta sentirlo.

Ahora a trabajar. Que lo exigido en las dos marchas se concrete. Que el Gobierno se olvide de querer enfrentar a los ecuatorianos entre sí. Que se olvide de leyes mordaza y otras barbaridades traídas de Venezuela. Que recuerde que la democracia solo es eso: un sistema donde el poder lo ostentan los representados y el representante solo lo ejerce (con escrutinio y rendición de cuentas).

NOTA: Muchos políticos oyeron el llamado de la gente para que la marcha de Quito sea de ciudadanos, con ciudadanos, para ciudadanos. Nada de banderas partidistas. Pero algunos no pudieron evitar estar en primera fila, y con enormes sonrisas como si la multitud estuviera allí para aplaudirlos (triste vanidad humana).