La gobernabilidad depende de la habilidad para diseñar políticas públicas eficaces que resuelvan los problemas de la seguridad interna en un Estado de derecho, y de la eficiencia de las instituciones para ejecutarlas.

De acuerdo con la Constitución, quien debe establecer las políticas generales del Estado es el Presidente de la República, máxima autoridad de la Fuerza Pública y directo responsable por mantener el orden interno y la seguridad.

Para implementar y dirigir la política de seguridad pública existe el Ministerio de Gobierno,  cuya responsabilidad es  garantizar la seguridad interna del Estado, precautelando la gobernabilidad y el orden público (Estatuto, R.O. 234, 29 de diciembre del 2000).

La Policía Nacional completa este proceso de gobernabilidad, afianzando la seguridad individual, social y el orden público, mediante la prevención, la disuasión y la represión, dentro del marco de la ley y el respeto a los derechos humanos.

Estos planteamientos que constituyen deberes del Estado con relación a sus ciudadanos no son desconocidos ni mal interpretados, sino premeditadamente ignorados, como estrategia política gubernamental, para consolidar el sometimiento de las instituciones democráticas.

Frente a esta práctica política gubernamental cargada de violencia verbal hasta la procacidad, como lo demostró en la contramarcha contratada del miércoles pasado, se empeña en dividir y polarizar a la sociedad, ufanándose de ser un “dictócrata”, sin que importe atentar contra la unidad nacional.

¿Cómo se podría promover y conducir procesos de diálogo, a renglón seguido del insulto, con violencia y usurpación a la propiedad privada que se está institucionalizado como medio de lucha política?

Los mensajes de bala y dinamita que no cesan, de grupos  sobre los que no se tiene todavía ninguna información, son evidencias de una implacable persecución para acallar la protesta social, que llega a la provocación desvergonzada de utilizar “fuerzas de reacción”, como instrumento de contramarcha a libre antojo de un diputado que asume para sí el derecho de uso de la fuerza, acompañado de reiteradas amenazas de un subsecretario de Bienestar Social que  manipula y humilla las veces que quiere a los indígenas.

¿Cuál es la política de seguridad pública que garantiza la vigencia de los derechos ciudadanos, si se deja libre el escenario para el hostigamiento y la amenaza?

¿Cómo puede la Policía Nacional establecer una estrategia de prevención si se promueve la violencia en forma premeditada e irresponsable desde la Intendencia de Policía, autorizándose una contramarcha, con libre iniciativa de ruta, fecha y hora?

La promoción de un ambiente de permanente confrontación política hace pensar que no solo es inexistente una política de seguridad pública, sino que  esta actitud es parte de una estratagema de escalamiento de la conflictividad social, para conducirla a un ambiente de justificación que refuerce su “dictocracia”.

Este escenario de violencia creciente no puede ser prevenido ni disuadido, si los actores pertenecen a esferas que están sobre el nivel de competencia de la institución policial. Ante esta difícil situación, sin estrategias políticas de diálogo  y sin orientación para la seguridad interna, se deja a la Policía únicamente la opción táctica de la reacción.

Las marchas y contramarchas sin duda estuvieron precedidas de disposiciones superiores para sitiar la ciudad y actuar “tinosamente”, según el conocido subterfugio de un liderazgo político irresponsable.