El objetivo del gobierno de un país es el bienestar de  la población, a través del desarrollo de los medios productivos, proporcionándole educación, salud, trabajo y protección. Para eso hay tres funciones, no tres poderes: el Congreso, que ejerce la función de legislar para el desarrollo del país y que puede interpelar a los funcionarios que no cumplan; el Ejecutivo, que cumple los  programas para el desarrollo del país; y la Función Judicial, que juzga a los que violen las leyes.

La independencia de las tres funciones es característica del gobierno democrático. Los militares y policías protegen a los ciudadanos, respetando las leyes y las funciones del Estado,  sin intervenir en sus decisiones.

En nuestro país, desde hace mucho tiempo, pero, con mayor descaro en los últimos años, en lugar de funciones coherentes y concordantes, tenemos una pugna de poderes, cuya función no es el bienestar del pueblo, sino el de grupos dominantes, que aprovechan de las riquezas del país, en forma personal.

Hemos tenido leyes hechas a propósito para impedir la inscripción de un candidato presidencial pidiendo “solo por esa vez” que sea de padres ecuatorianos; se han creado partidos desde el gobierno; nunca se aclaró totalmente la muerte de un presidente en funciones; se “sucretizó” la deuda en dólares de ciudadanos particulares anónimos; se declaró “incapaz de gobernar” a un presidente sin ningún psiquiatra en el Congreso (aunque ahora un alcalde tiene un psiquiatra a su lado). Se  adoptó el dólar, pero una vez que llegó a la cifra récord de 25.000 sucres. Quebraron muchos bancos, que dieron misteriosos préstamos a última hora, a personas sin historia, sin respaldo, representando a sus patrones, que probablemente sí se enteraron del cambio.

Se eligió a un militar, sin más currículo que un golpe de Estado y la mayoría de los que ahora se rasgan las vestiduras convencieron al pueblo que debían votar por él, incluidos sesudos e intolerantes periodistas, dirigentes de izquierda y representantes indígenas.

Marchas, contramarchas, consultas y  peticiones de autonomía, sin decir si es provincial, regional o municipal, apelan al pueblo que está más que confundido, y  sabe que lo que le preguntan no es lo que importa, sino quién pregunta, que quiere saber lo fuerte y popular que es, para desarrollar sus sueños de poder.

Guardaespaldas, edecanes, compadres, funcionarios, oscuros personajes, utilizados para listas de diputados, ahora se alzan contra sus antiguos amos, imitando sus maniobras, sin la “delicadeza” de sus maestros, pero con el mismo fin: ocultar los grandes manejos económicos detrás de una cortina de confusión.

Nuestros diputados deberían abandonar la costumbre de preparar primero la mayoría, antes de presentar la moción, pues no van al Parlamento a discutir ideas, a buscar soluciones sino a ganar poder y eso lo pudimos ver en la Asamblea que preparó las reformas de la Constitución.

Hacer la diferencia estaría en ir a las funciones públicas para servir y no para buscar el poder y la fortuna. ¿Será aún posible?