Había una vez un país en el que la opinión nacional y también la extranjera destacaban como uno de sus mayores problemas la falta de producción y de competitividad.
No obstante, allí vivían personas que deseaban emprender nuevos negocios, utilizar su energía creativa y disposición al trabajo, para aumentar sus ingresos y mejorar el nivel de vida de sus familias, pero tenían gran dificultad para concretar e iniciar sus proyectos, pues no podían conseguir un capital inicial, a causa de su precaria economía.
Una de sus frustraciones era no poder acceder a créditos en instituciones financieras, por exigencias derivadas de normativas reglamentarias oficiales e institucionales, así como por su alta tasa de interés.
También existían, en el mismo país, otras personas que se quejaban porque sus ahorros depositados en bancos y cooperativas les proporcionaban insuficientes réditos y no sabían cómo mejorar sus ingresos.
Claro que podían invertir en cédulas hipotecarias, obligaciones emitidas por compañías o en bonos del Estado, pero se resistían, por variadas razones.
Incluso ciertos cuentacorrentistas, al ver cada mes sus saldos a favor, les parecía que parte de su dinero estaba ocioso, privándose de ingresos adicionales.
Estaban pues, separados y preocupados: ilusionados emprendedores y pequeños inversionistas, mientras el país requería dinamizar su economía.
Entonces ocurrió que integrantes de una institución se dieron cuenta de esa patética realidad y decidieron servir de puente para acercarlos y ayudar a su país.
Estudiaron una fórmula y resolvieron provocar una reunión en que pudieran encontrarse los unos y los otros, con el afán de concertar acuerdos apropiados.
Prepararon modelos de contratos que aseguraran la legalidad y eficacia del convenio, con justicia para las partes, motivaron a quienes correspondía, abrieron un puesto de inscripción para todos y verificaron que sí había interesados.
¿Qué cree usted que pasó? Yo no lo sé. Pero deduzco que seguramente algunos emprendedores se resistieron por temor a revelar sus proyectos y que “se los roben” y que varios ahorristas, por la incertidumbre del retorno de su inversión no obstante las estipulaciones contractuales, se resistieron a la convocatoria.
Pero pienso que sí hubo emprendedores, tal vez más de los que imagino, que sentados frente a su escritorio con las pruebas para demostrar la bondad de su proyecto, recibieron varias visitas y finalmente encontraron inversionistas capaces de creer, confiar y hacer alianzas económicas.
Quienes se decidieron a arriesgar su dinero sabían que, además de ganar réditos, le estaban dando la misión social que mucho se demanda y poco se practica.
¿Cree usted viable esta forma de promover pequeños negocios entre nosotros?
¿Sería tan amable en darme su opinión?