A muchos les parece extraño el poco entusiasmo que en la sociedad ecuatoriana despiertan los discursos en defensa de la legalidad, la Constitución y el derecho. Esta apatía del Ecuador profundo frente a estos “grandes temas nacionales” contrasta ciertamente con la atención que ellos reciben de la élite del otro Ecuador. Para esta los problemas mencionados parecen ser decisivos y fuente inagotable de diálogos que terminan en monólogos delirantes.

Pero esta anomia, este quemeimportismo, en que deambulan millones de ecuatorianos tiene sus raíces en el burdo espectáculo que ha dado nuestra dirigencia “iluminada” con respecto a la legalidad. Es lamentable, pero debe admitirse, en el Ecuador de los últimos años el edificio de la institucionalidad se ha ido resquebrajando hasta convertirse en el papel higiénico de los más variados intereses. Lo que sostiene la vigencia de una Constitución –y del resto del sistema jurídico– es básicamente el consenso social, tanto de sus destinatarios primarios (jueces y funcionarios) como secundarios (los ciudadanos), sobre la necesidad y conveniencia de respetarla. Ese consenso se diluye cuando los actores políticos resuelven respetar la Constitución solamente en la medida en que les sirve para legitimar acciones de su interés.

Como resultado de esto, hoy el discurso de la constitucionalidad ha sido vaciado de todo significado real. Este dependerá de quién lo esgrime, pues, parecería que cada uno se ha mandado a hacer una Constitución a su talla y gusto donde su sastre favorito. Han sido tantas las ocasiones en que en nombre de la Constitución se ha roto la Constitución, que el país terminó por ignorar los gritos de “¡incendio, incendio!”.

¿No fue acaso un atropello constitucional el juicio a Dahik, sin que exista la respectiva autorización parlamentaria? ¿No fue acaso otro atropello constitucional el derrocamiento de Bucaram? ¿Alguien puede creer sinceramente que en los juicios penales que le siguieron –y que no tuvieron la autorización parlamentaria– se actuó con serenidad, respetando la exigencia constitucional del debido proceso y al margen de la presión partidista? ¿No significó acaso una violación constitucional la negativa a elegir al candidato del PSC para ocupar la Presidencia del Congreso en el 2000? ¿No fue igualmente inconstitucional la designación de los magistrados de la anterior Corte Suprema, desde que en ella intervino descaradamente el Congreso, impidiendo así que Ramiro Larrea y Zavala Baquerizo sean magistrados? Y ojo: nadie salió a las calles. No hubo marchas, ni firmas, ni consultas, ni sociedad civil, ni ONG, ni mamá embajada, ni OEA, ni nada por el estilo. Al contrario, se llegó al extremo de celebrar algunos de estos episodios como signos de democracia.

En fin, la lista es enorme y fea. La derecha, la izquierda, todos han pisoteado la Constitución. Por eso es la indiferencia. Y por eso es que a veces parece imposible que recuperemos el discurso de la legalidad. Para ello se necesita honestidad, coherencia y perseverancia, virtudes muy escasas en nuestro país. Más fácil es que cada uno mande a hacer su propia Constitución.