Si Leonardo Tejada era el último de los pintores indigenistas vivos, al menos el último de la generación primera, no olvido que fue también profesor fundador de la Facultad de Artes de la Universidad, así como investigador de las artes populares ecuatorianas.

Fue un hombre múltiple, sin duda, un impenitente conversador con una memoria privilegiada a la que los años no doblegaban en absoluto, pues si en los tiempos últimos declinó ostensiblemente su capacidad de movimiento, no su mente que mantenía la frescura de los recuerdos de décadas atrás.

Siempre sonriente, su vitalidad se expresaba en esa sonrisa curiosa que inevitablemente preguntaba y percibía lo de entorno con la capacidad gozosa del niño. Le ocupaba la vida. Esa vida la encontraba en un rostro como en un cuerpo de una mujer joven, en un paisaje, en los campanarios y casas de las ciudades ecuatorianas como de las brasileñas.

Al realismo inicial de su arte, que puede advertirse en dibujos y grabados en que lo predominante es la línea, que no refleja solamente lo efímero exterior sino las relaciones hombre-paisaje, hombre-contexto social, sucederá otro tipo de preocupación, el indio, que lo vinculará con el indigenismo.

Pero el indigenismo de Tejada se refiere menos a la persona en sí y más a ella como parte esencial de una vasta realidad de implicaciones populares. Esto último, sin duda, le impulsó a investigar la cultura indígena, implicaciones y desarrollos socio-históricos, mitos y tradiciones, formas y colores que asumió y no siempre reconocidos. A su vez, muchos de los resultados alcanzados con esa investigación influyeron en los procesos de su obra.

Por esto su segunda etapa se caracteriza por las múltiples referencias a las fiestas de pueblo, a la alegría tumultuosa de la comunidad, a las danzas y amoríos como parte de las ceremonias festivas. Pero su obra, en este punto, es menos folclórica que lo que pueda imaginarse, por más que algunas veces se perciba una necesidad de fijar un testimonio.

Más adelante sentirá una cierta inclinación por sintetizar las formas en una especie de geometría flexible, que ni las desaparece ni las recalca, quizás por causas de sus estudios arquitectónicos, pero lo que puedo llamar un color local, tanto intenso como degradado, seguirá presente.

Las investigaciones de arte popular le permitieron percibir las múltiples expresiones en que se manifestaron nuestros pueblos desde siglos atrás. Con Carvallo Neto, Oswaldo Viteri y entre los ayudantes Gonzalo Endara, entre otros, se ocupó de signos y símbolos, de religión y mito, de leyenda e historia con esa curiosidad insaciable suya.

Fue también profesor universitario y gustador de los viajes a los que iba con afán de descubrimiento. Menos imbuido de una fama y más de talante abierto para conversar y discutir sobre el arte, la cultura y la vida, sus muchos años, 98, no hicieron mella en su espíritu.

Lo recuerdo, sobre todo, como amigo. Uno a quien el tiempo le parecía infinito en lo de narrar anécdotas con una picardía que asomaba por el rabillo del ojo. Las tenía y muchas, de sus actividades políticas como artísticas. Es que para Tejada no había mayor distancia entre ambas.