¿Puede un gobernante dar rienda suelta a un estilo de confrontación y beligerancia respecto de periodistas y medios de comunicación que critican abiertamente su proceder? Y si un mandatario se queja de falta de objetividad por parte de aquellos, ¿es válido, por lo tanto, aplicar una ofensiva de epítetos para calificar determinados ejercicios de opinión?

Precisamente, en días pasados, Danilo Arbilla, editorialista del Nuevo Herald de Miami, se refería a tales preguntas, especialmente en el punto que implicaba la libertad de expresión de los presidentes, así como de “su derecho ciudadano a decir lo que piensan, lo que saben y a criticar o a responder a las críticas”. La idea mencionada en tal editorial, establece que ciertos presidentes latinoamericanos, entre los cuales no se hacía mención al ecuatoriano, han adquirido en los últimos tiempos la costumbre de escribir un discurso agresivo en contra de la prensa y de los formadores de opinión, como ha ocurrido con los presidentes Kirchner y Chávez, los cuales constantemente atacan a las opiniones periodísticas contrarias, por el simple hecho de no encajar en el molde de favorable imagen anhelado por los mandatarios, especialmente por el venezolano, quien sigue pavoneándose con su estilo divisionista y transgresor. La posibilidad que tienen los gobernantes de decir lo que les provoque, es a fin de cuentas, el tema de discusión.

Arbilla recuerda que así como cada ciudadano puede hacer todo aquello que no está prohibido por la ley, los funcionarios públicos manejan otros límites al momento de emitir opiniones y de expresar todo lo que piensan, quieren o repudian. Citando el caso de los diplomáticos, se dice que estos, por ejemplo, deben tener especial cuidado al momento de expresar una opinión, pues podrían verse afectadas las relaciones con otro país por un simple comentario fuera de contexto; de la misma forma, los funcionarios militares deben medir muy bien el alcance de sus palabras y qué decir de los magistrados y jueces, los cuales deben someterse a códigos de prudencia que les impiden andar por cualquier lugar opinando de los casos que conocen y que están en manos de la justicia. Pero, y a los presidentes, ¿quién les impone tales límites?

Hay quienes consideran que los gobernantes están restringidos de una forma especial por la propia vigencia del sistema democrático, en su facultad de decir lo que quieren y lo que sienten. En otras palabras, un presidente puede pensar que cada periodista es un miserable o un ignorante, pero carece del derecho para decirlo; para Arbilla, este no es un problema de libertad de expresión sino de abuso de poder que implica tentaciones autoritarias; puede agregarse que es también cuestión de estilo y propaganda, pero en el fondo todo conduce a lo mismo: el talento de un gobernante en saber recoger las críticas y opiniones contrarias, aun las más duras, sabiendo que en ellas se puede encontrar el espacio para rectificar a tiempo, sin entrar al campo minado que implica una permanente batalla verbal de ofensas e insinuaciones. Oír lo que se debe oír, respetar lo que se debe respetar, callar lo que se debe callar: ¿qué tanto le cuesta eso a un presidente?