Tuvo razón el señor Febres-Cordero cuando afirmó que la marcha que lideraría el señor Nebot era política. Y si no mencionó las marchas paralelas pero de signo contrario, todas ellas fueron, asimismo, políticas.

Lo que en absoluto no debía de ser la marcha principal era partidarista, mientras fue evidente que las otras respondían unánimemente a un claro afán de reivindicación o de defensa de sus partidos.

La marcha principal y de mayor concurrencia en Guayaquil fue la réplica múltiple a los también múltiples problemas que enfrenta la comunidad nacional, problemas en los cuales tiene indudable responsabilidad el gobierno del señor Lucio Gutiérrez.

La arremetida contra la oposición a partir de destruir el supuesto poder del señor Febres-Cordero en importantes instituciones nacionales, recoge un legado de intemperancias, trasgresiones y manipulaciones legales que el país ha sobrellevado en, al menos, los últimos treinta años. Desde este punto de vista, la vida democrática nacional no ha sido sino sucesivas apariencias que buscaron disfrazar claras inclinaciones antidemocráticas de algunos de esos gobernantes.

El hecho cierto es que nuestra institucionalidad actual como país padece un peligroso deterioro, al extremo que muchos ecuatorianos, desde el desconcierto, nos preguntamos sobre la existencia misma de una vida democrática. ¿Vivimos esa vida democrática o un mero remedo de ella? ¿Nos estamos inclinando hacia la pendiente de un populismo banal, sin consistencia ni trascendencia, en vez de una auténtica democracia?

Es perfectamente comprensible –desde el punto de vista político– que muchos ecuatorianos aspiren a borrar, eliminar toda presencia de poder del señor Febres-Cordero en la vida del Estado. Es como si pensaran que ya hemos tenido demasiado de él y que es hora de definitivamente reemplazarlo por dirigentes con nuevos pensamientos y acciones.

Si solo los diamantes son eternos, como señala un conocido dicho, el accionar político del señor Febres-Cordero, como el del señor Borja y demás, no puede serlo. Pero esto no es sorprendente ni inhumano. Como tampoco lo sería en los casos del señor Bucaram y del señor Gutiérrez.

Lo que aparece con sentido de permanencia son los problemas del país, más allá de las ligerezas y superficialidades gubernamentales para asumirlos. Si a eso se agrega una latente violencia que algunas veces se muestra a rostro descubierto, como en el ataque físico al señor Roldós, las consecuencias serán, a no dudarlo, funestas. Esto último es para mí tanto más lamentable y condenable por haberse producido en los predios de la Universidad Central. Señala el deterioro de la situación que se vive, una creciente inseguridad ciudadana que parece correr paralela con la presente inseguridad jurídica.

En el país que no deseamos la política no puede convertirse en una riña callejera ni sus dirigentes actuar como matoncillos de barrio. La comunidad no puede estar a expensas de desafueros y reacciones viscerales. No se trata solo de alcanzar el poder sino saber para qué se lo quiere. Gobernar es conducir la sociedad, y eso significa disponer de honestidad e inteligencia, entre otras cosas.