La marcha de Guayaquil dejó una enseñanza y una incógnita. La primera se puede sintetizar en que cuando se combinan objetivos claros y fuerte sentimiento de pertenencia a una colectividad, no hay amenazas capaces de impedir que se levante la voz para reclamar los derechos. El éxito de la acción desarrollada se asienta en esa virtuosa combinación. Los objetivos eran concretos, palpables, posibles de ser expresados en cifras, pero al mismo tiempo aludían directamente a las bases de la identidad guayaquileña. Esta última, que planteada en términos generales puede sonar a algo abstracto e incluso simbólico, se materializó en reivindicaciones precisas. Ahí se encuentra sentido a la sutil diferenciación que sus organizadores hicieron entre cívica y política. Por tanto, si se quiere tomar a  la marcha de Guayaquil como ejemplo para otras ciudades o en general para el resto del país, habría que detectar cuáles son los elementos de identidad que pueden servir de aglutinante y cuáles los objetivos que pueden movilizar a la población. Precisamente, esa es la incógnita.

A pesar de la importancia que tiene para la vida diaria de la gente común y corriente, la demolición del Estado de derecho no aparece como un elemento que lleve a la movilización de grandes multitudes. No se puede esperar una reacción masiva de la sociedad frente a estos hechos, si gran parte de ella considera que los problemas colectivos deben ser resueltos desde arriba, si interpreta a los asuntos públicos como algo lejano y si durante muchos años ha recibido constante bombardeo de publicidad negativa sobre cualquier cosa que huela a política. Por ello, plantearse como objetivo la recuperación de la legalidad o la construcción de un nuevo ordenamiento jurídico y político puede chocar con oídos poco receptivos. Es cierto que es una visión pesimista e incluso que puede resultar desmovilizadora, pero tampoco es conveniente dejar de mirar fríamente una realidad dolorosa y decepcionante.

Lo peor que podrían hacer los organizadores de las marchas en otras ciudades es engañarse en cuanto al tamaño que estas puedan tener y, peor aún, utilizar a la de Guayaquil como el parámetro de comparación. Esta será sin duda la posición que tomarán los asaltantes de las instituciones, que no dudarán en reconocer la enorme dimensión de la marcha guayaquileña –aunque esto signifique negar sus propias afirmaciones– si con ello pueden minimizar a las que se realicen posteriormente.

Es necesario comprender que aunque la política ha sido desplazada a la calle, en ella se juega no solo con magnitudes sino también con contenidos. Ahí radica precisamente la diferencia de las acciones que se desplieguen en adelante. A pesar de que los objetivos de recuperación de la democracia y de la legalidad no tengan el efecto de convocatoria masiva, sería absurdo dejarlos de lado o colocarlos en segundo plano. Eso es lo fundamental y por ahí se debe caminar. Por último, si de números se trata, los únicos que cuentan en democracia son los de los votos, y estos dijeron su verdad hace apenas cuatro meses.