No es pues tan raro que esté dándose entre gente no demasiado ilustrada, pero abundante y no necesariamente cerril en todos los aspectos, algo para mí insólito y de una gravedad extrema, a saber: la confusión o indistinción entre lo ficticio y lo histórico.

Cuando, hace ya veinte años, daba unos seminarios de español oral en la Universidad de Oxford, uno de los ejercicios consistía en leer a los alumnos un artículo de prensa en castellano y pedirles luego que hicieran, en inglés, un resumen de lo que habían oído, a fin de calibrar su grado de comprensión de un texto en la lengua que aprendían. Ahora resulta que en toda Europa, pero sobre todo en España, hay un altísimo porcentaje de estudiantes de secundaria que tienen grandes dificultades para comprender lo que dice un texto así, breve, escrito en su propia lengua, no en una ajena. Si esto sucede, no debería extrañarnos ninguna otra cosa que ponga de manifiesto nuestra veloz regresión hacia el primitivismo.

Hace ya años que me empezó a llamar la atención que, en una época cada vez más dominada por las imágenes y su lenguaje, se pudiera producir un progresivo desconocimiento de la sintaxis narrativa cinematográfica, que, como es lógico, llevó un poco de tiempo aprender a los primeros espectadores, hace más de un siglo. Es sabido, por ejemplo, que quienes veían en la pantalla avanzar a un tren hacia la cámara, se asustaban creyendo que iba a atropellarlos; y que, al cambiar de plano la película, desaparecer el tren de su vista y aparecer en su lugar una estación o un paisaje, no entendían nada. Reaccionaban de manera semejante a la de un personaje rudimentario de Los carabineros, antigua película de Godard, que se acercaba mucho a una pantalla en la que se mostraba a una mujer desnuda tomando un baño, y se ponía de puntillas y se encaramaba en la creencia de que, como ocurriría en la realidad, podría ver desde mayor altura lo que el borde de la bañera le vedaba. Y todos hemos coincidido en algún cine con alguna anciana que se dirigía en voz alta a los personajes de las películas, advirtiéndoles de un error que iban a cometer o de un peligro: “No entres ahí, Peck, que te han tendido una trampa”, le oía gritar a Gregory Peck a una vieja hace muchos años, durante la proyección de El pistolero o de alguna otra cinta por él protagonizada. Y recuerdo que Guillermo Cabrera Infante, devoto cinéfilo, tenía en poco –le parecía imposible que pudiera escribir nada que valiera la pena, con semejante grado de simpleza– a una célebre novelista española a la que había visto hacer lo mismo en el cine, chillarles a los personajes: “No la creas, que te está engañando” y cosas por el estilo. Pero se trataba de casos aislados.

De un tiempo a esta parte, en cambio, he venido observando que son muchos los jóvenes que, a la hora de participar en ese juego o moda de encontrar gazapos en las películas (ya saben, en un plano una jarra de cerveza está mediada y en el siguiente llena, por poner un ejemplo sencillo), en realidad demuestran ignorar lo que es una elipsis, y denuncian ridículamente, como si fueran espectadores pioneros, que en un plano se vea a un actor entrando en un hotel con chaqueta y corbata y en el siguiente esté ya en su habitación en mangas de camisa y con el cuello desabrochado. Y así hasta el infinito.

Quizá, con todos estos síntomas previos, no es, pues, tan raro que esté dándose, entre gente no demasiado ilustrada pero abundante, y no necesariamente cerril en todos los aspectos, algo para mí insólito y de una gravedad extrema, a saber: la confusión o indistinción entre lo ficticio y lo histórico. Ante la oportunista proliferación de novelas que fabulan insensatamente acerca de personajes que existieron –sean Leonardo, Vermeer o Juana la Loca–, me encuentro con cada vez más personas, sobre todo jóvenes, que afirman leerlas porque “además así aprendo”, y que creen a pie juntillas los disparates que la mayoría de esas obras de ficción les cuentan, o les cuelan. Es decir, están convencidos de que cualquier fabulación o fantasía son poco menos que documentos históricos, y se las creen con la misma fe que si fueran crónicas de historiadores. O bien ignoran lo que son las ficciones, y las toman por verdades expuestas de forma amena.

Esto es algo inaudito, porque la humanidad ha distinguido una cosa de otra desde hace siglos; y las novelas históricas se leían, digamos “entre paréntesis”. O bien, uno veía El Cid de Charlton Heston o el Van Gogh de Kirk Douglas (El loco de pelo rojo), y suponía que alguna base documental había en ellas, pero tenía claro que, al ser películas, nada de lo que contaban podía darse por cierto sin comprobación en otras fuentes más serias y fiables. La confusión es ahora absoluta para quienes la padecen, y veo día a día que su número va en aumento. Y quien hoy lee El código Da Vinci y sus mil imitaciones creyendo que “así aprende”, no deja de ser una persona alarmantemente primitiva, tanto como los primeros espectadores de cine, que salían corriendo cuando creían que la estampida de búfalos saltaría de la pantalla para arrollarlos a ellos. Se hace urgente volver a enseñar el abecedario, es decir, la diferencia entre ficción e historia. Y la verdad, quién iba a imaginar que eso haría de nuevo falta.

© El País, S. L.