Sus jornadas concluyen puntualmente a las 16h00, luego de haber trabajado ocho horas.

A él le cuenta sus problemas, recuerdos y sueños. Le da de comer y se lo lleva a casa a dormir. Es su mejor amigo. Se llama Peludo y pese a que  nunca le contesta sus inquietudes, la gratitud que siente por él es ilimitada.

“Gracias a él, como”, dice Honorato Olvera al referirse al burro que hala su carreta.

Publicidad

Como un ermitaño, este guayaquileño de 74 años se traslada de un lado a otro, cargando trozos de madera y vendiéndolos en panaderías desde hace cuatro décadas.

El tiempo que tiene ejerciendo ese oficio, en el que la fuerza es una de sus herramientas, ya le pasa factura. En su torso se dibujan las venas con facilidad y sus manos se han estropeado, son ásperas.

Pero su aspecto es lo que menos le importa. Su preocupación es su futuro. “Ya estoy viejo y se me acaban las fuerzas para continuar”, asegura, mientras se acomoda en la carreta para retornar a su casa.

Publicidad

De su familia es el único que se ha dedicado a ese trabajo que aprendió de un amigo de la infancia. Aunque tiene tres hijos, ninguno de ellos ha seguido sus pasos. “Les da vergüenza, prefieren dedicarse a otra cosa que les dé plata”, indica.

El hacer fletes en carreta le deja, luego de una jornada laboral de ocho horas, entre $ 7 y $ 10 diarios. “No es rentable, pero es lo que sé hacer”, manifiesta.

Publicidad

Francisco León opina lo mismo. Él está dedicado a su carreta y su burra Lolita desde hace 30 años y solo abandonará su trabajo cuando “me quite la vida el de arriba”.

A sus 80 años está lleno de entusiasmo. Con orgullo se quita la gorra para mostrar su cabellera negra azabache despoblada de canas, lo que contrasta con su rostro,   invadido por las arrugas.

Antes de convertirse en carretero, León trabajaba en su natal Playas cortando la maleza y cargando vegetales sin la ayuda de un transporte. Dice que llegó a Guayaquil para buscar algo que no ocasione tanto cansancio y fue así como construyó el vehículo con el que labora.

En este transporta la madera que las constructoras adquieren en los depósitos.
Durante el día no descansa. Prefiere hacerlo cuando termina su faena, a las 16h00, hora en la que alimenta a Lolita con maíz molido.

Publicidad

“Antes le daba zanahoria, pero se aburrió de comer lo mismo”, refiere.

León nunca tuvo la oportunidad de acudir a una escuela. No sabe leer ni escribir, por lo que suele decir que a la vida no le puede pedir más de $ 10 diarios.

Él no se arriesga a recorrer la ciudad en carreta. Opta por circular por la calle Nicolás Segovia y sus alrededores, pues prefiere evitar “que mi Lolita se me canse”.

En ese mismo sector, Francisco Suárez conduce su carreta. No lo hace con similar entusiasmo que León,  pero indica que sí le pone empeño a su trabajo.

De 66 años, contextura gruesa y sonrisa amplia, Suárez se separa de Ventarrón, su burro, cuando termina de trasladar de un sitio a otro la arena, cemento o piedras que otros compran.

“En mi casa no hay espacio para él, aquí se queda   amarrado”, relata mientras lo deja en una de las aceras de Brasil y la Novena.

De los doce hijos que tiene Suárez, ninguno quiso dedicarse al mismo oficio que el de su padre porque “saben que el negocio es cada vez más duro, sobre todo porque las camionetas son nuestra principal competencia”, afirma.

En su memoria repasa una y otra vez cómo era Guayaquil hace más de 20 años.
Recuerda que tenía compañeros que transportaban lavazas por las calles de la ciudad. “Ahora eso se ve más en la Perimetral o en el campo”, sostiene.

Suárez ha pasado la mitad de su vida en su carreta y asegura ser feliz porque “he tenido como solventar mi hogar, eso es suficiente”.