Las vivencias de pasados carnavales en la ciudad, los balnearios, la Sierra y otros sitios marcan recuerdos que evocan cómo ha evolucionado esta fecha. Tres personas de diferentes generaciones exponen sus mejores añoranzas.

Hay tres momentos de esta fecha que recuerdo con mucho cariño. La primera fue en el 2000, cuando tenía 9 años. Mi familia y yo nos trasladamos hasta Playas en un tour.

Allá me encontré con algunos amigos de la escuela. Juntos caminamos por la orilla del mar y mojábamos con globos a quienes encontrábamos al paso. También utilicé una pequeña pistola de agua.

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Tres amigos y yo alquilamos los botes de pedal.
Recorrimos tanto, que casi nos perdemos. La guardia costera fue quien nos devolvió hasta donde estaban nuestros padres.

La segunda ocasión que disfruté mucho del carnaval fue en el 2003, cuando estuve en Manta, también con familiares.
Llegamos a la casa de un amigo de la familia.

Acudí a la Playa del Murciélago. Solo pasamos un día y allá llevé la pistola que todavía uso y que compré con mis ahorros a $ 6,50 en el 2002. Me acuerdo que esa vez me perdí, pero luego de tanta desesperación pude recordar cómo llegar al lugar donde estaban mis parientes.

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La tercera vez que me encantó el carnaval fue el año pasado, porque me sumé a un desfile que todos los años hacen mis vecinos en la ciudadela La Chala, donde vivo.
Para participar del recorrido utilicé mi antigua pistola, la que comparto a menudo con mis amigos que tienen entre 12 y 16 años.

También usé anilina y globos. Para salir al desfile, mis amigos y yo nos encontramos en una de nuestras casas.
Quedamos de acuerdo en que cada uno debía llevar una funda de globos y luego los llenaríamos juntos. Con los vecinos recorrimos un gran sector de la ciudadela y aparte de ir mojándonos y bañando a los demás, bailamos.

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Moisés Rosales, 13 años

Al cumplir mis 15 años, tuve uno de los mejores carnavales. Se convirtió en un recuerdo muy significativo porque era la primera vez que mi familia y yo nos íbamos en un carnaval a la playa. El lugar que se escogió para visitar fue Ayangue. Era un lugar apacible donde podías correr con tranquilidad, porque no asistía mucha gente.

Nos fuimos en un tour. Estuvimos dos días en ese balneario, sábado y domingo. Fueron momentos de máxima diversión. Mis tres hermanos y yo hicimos castillos de arena junto a otros niños y jóvenes, quienes eran hijos de los compañeros del trabajo donde laboraba mi padre.

Con algunos de esos chicos nos conocíamos, pero con otros no. Esos encuentros eran una buena oportunidad para fraternizar. Un hábito que se practica hasta hoy es echar lodo a la gente.

Me acuerdo que la carretera hacia la playa era pésima y la suciedad que recogían del suelo la tiraban a los vidrios del bus en el que nos trasladábamos a Ayangue, sin embargo, como las ventanas iban cerradas no nos manchábamos la ropa.

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En el vehículo se ponía música y había algunos que se ponían a seguir la letra de la canción. Los materiales que se usaban para mojar a la gente eran los chisguetes, cuyos envases tenían forma de suero. Mis padres nos compraban unos más pequeños que esos. También les pedíamos que nos regalaran espuma de carnaval.

Cuando llegábamos a la playa, buscábamos inmediatamente meternos al agua así esté fría, tibia o algo caliente. Muy divertido era correr de un lado hacia el otro tratando de esquivar las bolas de arena mojada que te tiraban tus amigos o, igualmente, desconocidos.

En las noches nos dedicábamos a jugar a las escondidas y a la cogida, mientras los adultos se colocaban alrededor de pequeñas fogatas y se ponían a cantar, conversar o a bailar por largas horas.

Martha Pezo, 40 años

En el lapso de 1945 a 1960, las festividades de Carnaval constituyeron momentos muy agradables y memorables. Se organizaban concursos de reinas, bailes elegantes en el Roxi, Fortich y más populares en el American Park, con ritmos de pasodobles, pasillos, valses, rumbas y congas.

Esa música la disfrutábamos también en mi casa de Julián Coronel y Rocafuerte, la cual tenía una sala muy grande.
Participaban invitados y los miembros de la familia.

En otros hogares cercanos al mío se organizaban bailes de clausura del Carnaval con chicha de arroz y aguado de gallina. Este último plato era preparado, asimismo, en mi casa. De ello se encargaba la cocinera.

Los artefactos que se usaban para jugar en esta fecha eran vendidos en algunos puestos del Correo y en muchos almacenes, como el de mi padre. El establecimiento llevaba por nombre Arístides B. Antepara.

Se comercializaban talcos perfumados, chisguetes de colonia Colombina, de procedencia peruana, botellitas japonesas que al destaparlas saltaban mixturas y serpentinas y globos de caucho.

Estos últimos, cuya marca decía Zaruma, los elaboraba una fábrica nacional y se reventaban al ligero contacto con una persona, mientras que los importados del Japón eran más duros y provocaron el vaciamiento del ojo de una mujer.

Mis hermanos y yo usábamos los chisguetes y las botellitas japonesas. Recuerdo que asomadas en nuestras ventanas recibíamos las caricias de los globos que nos hacían los caballeros desde la calle y nosotros respondíamos con más globos.

En los bailes que se celebraban en Ancón, al que asistí muchas veces, se percibía el olor a lavanda del talco Yardley que nos echaban.

Lilly Antepara, 76 años