La seguridad interna como responsabilidad primigenia del Estado depende del nivel de bienestar de la población, del respeto a la ley que garantiza el orden y la justicia, en un ambiente de tolerancia y de respeto a los derechos de las personas.

Esta percepción de seguridad se fortalece mediante acciones constructivas y democráticas, que mejoren la convivencia, den respuesta a los problemas de la sociedad y preserven la estabilidad y la paz.

Parece no ser suficiente soportar los elevados índices de violencia criminal, de delincuencia organizada y de la expansión de las redes de crimen organizado transnacional que sufre nuestro país. Todavía no se posee una política de Estado para dar adecuada respuesta a esta clamorosa demanda social, cuando los diversos sectores de la sociedad y los órganos gubernamentales se atrincheran en sus propios planteamientos y se abren nuevos frentes para la confrontación.

A título de un manido eslogan de “oligarquía corrupta”, se trastorna el Estado de derecho, se utiliza la maniobra política burda e ilegal, se somete a las instituciones y se utiliza la violencia en variadas formas, desde la diatriba, el ultraje, hasta llegar al ataque criminal camuflado en la muchedumbre, en el anonimato y en la emboscada deliberada, con lo cual lo único que se logrará es que en corto plazo se tenga una escalada de inseguridad y un incremento de la inestabilidad.

El insulto, la ofensa y la amenaza desde el más alto nivel gubernativo debilitan la autoridad moral, reducen su propia legitimidad e inducen a los demás a la utilización de la violencia como un medio de lucha política sin fin. Cuando más bien el Estado es el responsable por garantizar la protección de las libertades, de los derechos de los ciudadanos, sin propiciar ni dar el menor atisbo de anuencia, o tolerancia a la confrontación.

Disputas que atestigua la población indignada e impotente, como han sido: la amenaza a los medios de comunicación social, la balacera que trata de amedrentar al licenciado Blasco Peñaherrera Solah, presidente de la Cámara de Comercio de Quito, el ataque criminal cometido en la Universidad Central al abogado León Roldós, ex vicepresidente de la República, no terminarán de seguro allí, si no hay de por medio la sensatez y el “desarme de las conciencias”, del que nos hablaba el emérito ecuatoriano Luis Bossano.

Hay varios perdedores en esta ilusa contienda política que partió del irrespeto a la Constitución de la República.

El primero es el pueblo ecuatoriano, en cuyo nombre se realizan los atropellos y quien luego de haber sido polarizado resulta confrontado.

El mismo Gobierno, por cuanto cada vez se deslegitima y se torna más susceptible, hasta llegar al momento en que cualquier pretexto le resulte atentatorio, como menciona el adagio popular, que pudo haber sido la paja la que finalmente rompió la espalda al camello.

Finalmente, los más grandes perdedores de toda esta escalada de violencia son la Policía Nacional y el Ministerio Público, sobre quienes recae la responsabilidad de la prevención y control de la seguridad pública, subsistema esencial de la seguridad interna.

Injusta realidad que no se compadece de los grandes esfuerzos institucionales que realiza la Policía Nacional para su reestructuración y modernización. Por el derrotero que se ve obligada a seguir no tendrá oportunidad de poner en ejecución su Plan Estratégico que con gran visión ha diseñado y que es tan esperado por la población para, en cooperación interinstitucional, tener: paz, estabilidad y seguridad.