El domingo que antecede a la publicación de este artículo, tres parejas que residimos en la ciudad de Guayaquil, regresábamos de la capital azuaya. Luego de un apetitoso almuerzo que nos ofreciera la familia Cortázar Molina, en el sector de Uzhupud, visitamos Certag, lugar al cual acude la gente de Paute, Chordeleg, Gualaceo, Sigsig o Cuenca, para servirse los más variados potajes de la comida tradicional, a  precios muy bajos y en gran cantidad.

De Certag pasamos a El Descanso; allí, democráticamente se votó por la ruta de retorno: Molleturo o Azogues; venció Azogues-Biblián-Cañar-El Tambo-Suscal-Cochancay.

Mientras bajábamos vino a mi memoria un viaje similar de hace un año; en esa ocasión regresaba con mi esposa y traíamos tres perritos recién nacidos, animalitos que requerían de comida especial y de estar muy atentos para responder a sus necesidades de espacio y también para atender sus urgencias fisiológicas; esos tres pequeños, dos machos y una hembra, llegaron a su destino final: La Milina, en Salinas. Les voy a contar algo sobre este año de vida cerca de estos animalitos para sacar conclusiones que quiero compartirlas con ustedes.

La vida de los tres perritos se desenvolvió en un ambiente de cuidados esmerados: recibieron sus vacunas, se les dio la comida indicada, se habilitó una casita para sus siestas y sueños perrunos; de indefensos pasaron a moverse con cierta torpeza, después se mostraron juguetones, primero entre ellos mismos y luego con la persona que les acariciaba; nunca escuché ladridos y reacciones rabiosas, fue una infancia perruna feliz, porque eran amigos de todos. A los seis meses, uno de ellos se escapó, luego se lo encontró muerto, según testimonio de Sergio Villacís, jefe de familia que vive con nosotros y da protección a quienes habitamos allí y también a los pequeños cultivos de casa.

Un buen día los perritos juguetones se hicieron grandes; ahora ya no están con nosotros porque  empezaron a dormir y dormir, dejaron de salir a recibirnos y más aún, cuando se les iba a ver, allí estaban, en un hoyo cavado por ellos en tierra, descansando; solamente por las noches, cuando algún perro vagabundo se acercaba a nuestra propiedad, Jurupi y Chiquita, así se llamaban, respondían a sus ladridos en un tono poco convencedor de que dentro de ellos había un animal dispuesto a defendernos de un presunto agresor. ¿Por qué este comportamiento?

Estas son mis conclusiones: los cachorros, en “su tierna infancia”, no tuvieron quién los eduque, porque los tres pequeños desde el principio estuvieron en una casa donde no había perros grandes a quienes hubiesen visto hacer lo que un perro debe hacer: estar alerta, manifestar con ladridos la presencia de extraños, estar listo a defender a los dueños, cuidar de la casa, etcétera. Un perro sin la debida educación perruna no sirve para desempeñar su función, sobre todo si se trata de un perro guardián.

¿Qué decir de los tiernos humanos que carecen de progenitores con capacidad suficiente para transmitirles oportunamente los comportamientos adecuados? ¿Es la educación una preocupación nacional? Ustedes tienen la palabra, amigas y amigos.