Hablamos del reconocimiento que se le debería brindar al bombero, al policía o al soldado que arriesgan su vida por los demás.

Los soldados del Cenepa no fueron a la guerra porque se los ordenase una autoridad sino porque se los pidió el país, que se volcó a las calles ante la angustia de un conflicto bélico. Ellos resolvieron en esa circunstancia que el bien común debería estar por encima de la seguridad de sus hijos.

Hoy, diez años después, aún se sienten profundamente orgullosos de su decisión; pero no dejarán de comparar lo mal que les expresamos nuestro agradecimiento con lo bien que premiamos a la corrupción. Los gobiernos de turno ni siquiera han honrado los compromisos que el Estado contrajo con ellos en el entusiasmo del momento.

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Si los pueblos no expresan su reconocimiento a sus héroes inevitablemente llega un momento en que una ponzoña egoísta se introduce en el alma de la juventud; una voz que le dice: “no te preguntes qué puedes hacer por tu país; no vale la pena el esfuerzo; ocúpate de tus asuntos, que así estarás mejor”.

Deberíamos preguntarnos entonces si no habrá alguna relación entre la desesperanza con que a veces nos miramos como país, y el maltrato que les ofrecemos a los que se sacrifican por nosotros.