Una canción juvenil hoy de moda en España tiene como estribillo: “Antes muerta que sencilla”. Podría ser el lema de la mismísima humanidad: antes muerta que sencillamente insignificante, que sujeta al azar de fuerzas que con la misma naturalidad nos producen y nos aniquilan...

Los seres humanos no tenemos más remedio ni quizá mayor apremio psicológico que buscarle significado a todo lo que nos sucede, sobre todo si se trata de un acontecimiento especialmente catastrófico. Me refiero, claro está y pido excusas por la redundancia, a un significado humano, aunque el suceso en cuestión se deba a un fenómeno de carácter natural. ¿Natural? Cuando nosotros estamos por medio, no consentimos que haya nada plenamente “natural”. Si un acontecimiento enorme nos arrasa debe querer decir algo: sea que Dios está enfadado con sus criaturas o sea que nuestros gobernantes no cumplen debidamente su función y son incapaces de conjurar eficazmente los males que este mundo nos acecha. Peor que el propio desastre sería aceptar con humildad que estamos sometidos a catástrofes de las que nadie consciente es responsable y que no encierran intención ni advertencia para nosotros: o sea, que nos pulverizan sin darnos especial importancia ni tomarnos en cuenta. Una canción juvenil hoy de moda en España tiene como estribillo: “Antes muerta que sencilla”. Podría ser el lema de la mismísima humanidad: antes muerta que sencillamente insignificante, que sujeta al azar de fuerzas que con la misma naturalidad nos producen y nos aniquilan...

Lo único bueno que suele tener el azar, cuando se trata de desgracias, es que funciona de manera notablemente imparcial. De modo que entre los ciento sesenta mil muertos del reciente maremoto del Índico ha habido musulmanes, hinduistas, cristianos y budistas repartidos según baremos indudablemente aleatorios. Lo cual ha desconcertado bastante a los representantes de cada una de esas religiones, quienes hubieran preferido un claro predominio de víctimas de tal o cual culto para sacar las debidas consecuencias sobre la cólera justiciera de Dios. Si hubiesen perecido sobre todo creyentes de la doctrina rival, habrían podido decir que ese ensañamiento divino expresaba cólera contra los infieles; en cambio, si los que hubieran principalmente sufrido los rigores del tsunami fuesen de la Iglesia propia, los clérigos habrían podido señalar como culpables a la corrupción de las costumbres o al laicismo creciente de los gobiernos. Pero como hay víctimas de todas las creencias, es difícil sacar conclusiones teológicas, a no ser que el puño del Señor golpea sin miramientos para ejemplo general y que luego, una vez recogida la cosecha de muertos, podemos suponer que “Dios reconocerá a los suyos”, como dijo el inquisidor medieval al recomendar que la matanza de albigenses fuese indiscriminada.

El caso más célebre de queja ante un desastre natural fue el poema que dedicó Voltaire al terremoto de Lisboa. El filósofo ilustrado se negó a ver en la catástrofe ninguna intencionalidad divina, todo lo contrario. Con su habitual mezcla de lógica e ironía, concluyó que Dios no tenía nada que ver con el suceso, puesto que la mayoría de las víctimas se hallaban en ese infausto domingo abarrotando las iglesias de la capital portuguesa y por eso mismo perecieron en su derrumbe. Los ateos o los creyentes perezosos que se habían quedado en la cama tuvieron mejores oportunidades de salvarse... De ahí concluyó Voltaire la innegable presencia del Mal en el mundo, un Mal mucho más poderoso que ninguna de nuestras divinidades protectoras...Pero ¿por qué hablar del Mal como si fuese una cuestión objetiva para el universo entero? Un terremoto no supone ningún “Mal” desde el punto de vista de la naturaleza, sino que simplemente es parte de su ciega cadena de efectos y causas. Solo es “malo” –-¡y mucho!– para nosotros los humanos. Aunque, ¿quién nos ha dicho que la naturaleza esté obligada a tenernos en especial consideración y deba respetarnos si quiere ser “buena”?

Por supuesto, no solo las personas religiosas en el sentido tradicional de la palabra han intentado dar un sentido “moralizante” y buscar responsables del maremoto del Índico. También ciertos ecologistas han señalado “demonios” culpables: a su juicio, lo son las grandes multinacionales que han deforestado esas tierras, acabando con sus defensas ante fenómenos cataclísmicos como el ocurrido. Es un intento de sostener que, en sí misma, la naturaleza no puede resultarnos absolutamente adversa y que si así funciona en ocasiones es por culpa de los errores y las rapiñas de los humanos. Se trata de una visión en el fondo tan teológica como cualquiera de las anteriormente citadas. Puede que la deforestación, el turismo o la cría de gambas hayan contribuido a debilitar la protección de ciertas costas frente a fenómenos como el ocurrido, pero es evidente que ni los mayores cuidados ecológicos pueden evitar de vez en cuando las catástrofes de la naturaleza. Quizá los humanos pudieran haber disminuido sus efectos, pero no son humanos quienes las causaron ni los últimos responsables de ellas. Si alguna vez los hombres estuviésemos plenamente “reconciliados” socialmente con la naturaleza, maremotos y volcanes nos destruirían llegado el caso con la misma implacable eficacia...

¿Puede sacarse alguna conclusión de todo esto? A mi juicio, sí: precisamente porque estamos entregados a terribles azares naturales, debemos permanecer solidarios con nuestros semejantes y sentirnos unidos por encima de cualquier otra discrepancia en nuestro común destino de mortales que saben que lo son y luchan juntos por sobrevivir...

© El País, S. L.