Según los caprichos de la vida, ciertas palabras adquieren relieve especial. Es el caso de vocablos como cáncer, tos, muerte, dolor. Apenas notamos síntomas, buscamos respuestas en libros, el consultorio de un galeno, hojeamos el diccionario. Paúl Valery decía que la buena salud era el silencio de los órganos.
De pronto, el hígado recuerda su presencia, la vesícula biliar, el páncreas, el estómago. Tomamos conciencia de que no somos puros espíritus sino seres de carne y huesos. La ternura sublima el sexo. La gastronomía ennoblece la digestión.

Dentro de nuestra envoltura, la que los hombres adornan con trajes, relojes caros, camisas de marca, las mujeres con vestidos onerosos, interiores de locura, encajes capaces de hacer perder la cabeza al más virtuoso caballero, se oculta un cuerpo frágil, susceptible de enarbolar granos, llagas, de todo tipo. El sistema digestivo es alcantarillado sofisticado por donde transitan, se licuan, para luego ser evacuados de un modo poco poético, los residuos alimenticios. El más importante de los mamíferos homínidos tiene que despojarse periódicamente de su uniforme, medallas, disfraces, ínfulas, para sentarse en el mal llamado inodoro, recipiente de retrete provisto de sifón, dotado de un sistema ruidoso para la evacuación acuática cuyas gárgaras anuncian la culminación de la faena libertadora. Luego viene el prosaico aseo de la zona. Ausencia de papel puede ser más grave que crisis de gabinete. Allí pasamos parte de nuestra existencia, contemplando baldosas, canturreando, dosificando esfuerzo, adaptando la contracción abdominal a la sensibilidad del esfínter. Puede durar minutos, siglos, según caprichos del metabolismo. Napoleón tenía problemas de estreñimiento, varices sarmentosas conocidas como hemorroides, almorranas. Los retratos que hizo del emperador el pintor David ponen énfasis en los trajes de Bonaparte. Aquella manía de ocultar la mano derecha en el chaleco hace sospechar alguna patología de tipo gástrico. El típico sombrero ocultaba una incipiente alopecia.

Monarcas, reinas de belleza, políticos, personajes importantes, han de pagar su tributo a la condición humana. Cuando entregamos para siempre las herramientas, nos encierran pronto en cajas de madera para proteger el equilibrio ecológico. Ni una damajuana de Roger Gallet o de Gucci bastaría para ocultar el tufillo del amor propio desintegrado, las carnes fermentadas. Una vez abandonados en el nicho, sabemos que los demás siguen sin excepción en lista de espera (“stand by” dicen). Es la única democracia que conozco.

El corazón, en cambio, es noble. No es solo músculo hueco, bomba impelente encargada de distribuir la sangre sino motor de la afectividad, testigo de los sentimientos. Acelera sus latidos cuando besamos, si se oyen pasos en la escalera; quiere salirse del pecho porque nos enamoramos. Se presta para diminutivos afectuosos. “Corculum meum” decía Catulo a su amada: “corazoncito mío”. Lo estampamos en la corteza de los árboles, lo dibujamos al final de una carta. Nos contesta cuando pegamos la oreja a nuestra almohada.

La vida continúa. Los que se mueren siempre son los otros. Apenas salimos del cementerio entre multitud, seguimos jodiendo, calumniando, hablando de nuestros magros atributos. Nunca aprendemos. Somos animales políticos, más animales en todo caso.