Cuando todo se va de las manos, existe un recurso al que sistemáticamente se vuelve para tratar de poner orden en el caos: la militarización.

La cuestión no es nueva, ni tampoco su paternidad hay que atribuirla a este gobierno, que lo único que ha hecho, el pobre, es tratar de convencernos que violar la Constitución es algo completamente constitucional.

La militarización viene desde los albores mismos de una república que nació con bastante olor a Flores y dejó impregnada sus aromas de golpes de Estado y cuartelazos.

Las dictaduras a las que se ha apelado para componer al país lo han compuesto mucho, en realidad, porque han servido para demostrar que la preparación de nuestros militares abarca todos los ámbitos del saber humano y que con ellos las cosas se tuercen rectas, en disciplina y en orden, como debe ser.

Si es necesario vamos a militarizar a Guayaquil, dijeron recientemente el ministro de Gobierno y el gobernador, como una promesa de que así se dará seguridad a la ciudad y se pondrá coto a la violencia, al crimen y al vandalismo. Y así será, porque allí donde hay militares todos los entuertos se desfacen aunque, claro, de cuando en cuando estalla un polvorín por obra del azar y vuelan unas cuantas manzanas, como el precio que hay que pagar para que la protección esté garantizada. ¡Qué más da! Al fin y al cabo, las investigaciones posteriores son tan transparentes, que la ciudadanía tiene la convicción de que la justicia en el ámbito castrense sí funciona porque que al final terminan cayendo las cabezas de un cabo segundo que ya fue descabezado durante la explosión, y de un sargento primero que fue ascendido a los quintos infiernos. Porque ha de saberse que, en el terreno de las culpas, jamás de los jamases un militar de alta graduación tiene la culpa de nada, pues su rango se lo impide.

Militarizadas están también otra vez las aduanas y, desde que tal cosa ocurrió, el latrocinio se borró de un plumazo. No hay en el mundo organismo que funcione con tan sincronizada perfección, al punto que ¡por fin!, ya nadie se queja de cohechos, sobornos, robos de contenedores y todas esas trapacerías que antes resultaban cotidianas.

Por eso, ahora vemos alborozados cómo el control de la reserva marina de Galápagos irá a manos de los marinos que, como su nombre lo indica, son especializados en cosas marinas, en lugar de los guardaparques que, como su nombre lo indica, solo son especializados en parques.

¡Qué alivio! Y es que en Galápagos alguien tiene que poner orden. Y nadie para eso como los militares.

Ellos lograrán que los guardaparques aprendan un oficio más útil y asciendan a marinos para que después puedan, con toda solvencia, hacerse cargo de un parque que dejó de ser parque para ser provincia y donde lo importante ya no es la conservación de las especies sino de los políticos, unos animales llegados recientemente a las islas y a los que, por eso mismo, hay que proteger con singular esmero para que crezcan, se reproduzcan y ayuden a limpiar a Galápagos de esa categoría de Patrimonio de la Humanidad, que tanto estorba.