Año tras año, desde el día 18 hasta el 25 de enero (fiesta de la Conversión de San Pablo), los católicos oramos más intensamente para que el Señor, en su misericordia, sostenga, fortalezca, asegure, y en ciertos casos, realice la unidad de los cristianos.

Y como hoy precisamente, en la segunda lectura de la misa, San Pablo – o mejor, el Espíritu Santo– toca este grave asunto, querría que también usted, como buen hijo de Dios, ocupara su lugar en este esfuerzo de oración por la unidad de los cristianos.

Para ello le transcribo lo que el apóstol escribe en su primera carta a los cristianos de Corinto: “Hermanos, los exhorto, en nombre de nuestro Señor Jesucristo, a que todos vivan en concordia y no haya divisiones entre ustedes, a que estén perfectamente unidos en un mismo sentir y en un mismo pensar”.

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Sucedía que los de Corinto, quizá considerando cada uno ser mejor que los demás, se agrupaban en partidos diferentes y decían: “Yo soy de Pablo”, “Yo soy de Apolo”, “Yo soy de Pedro”, “Yo soy de Cristo”.

Si tiene usted en cuenta que la carta se escribió en el año 57 quizá le cause asombro que en tan poco tiempo, poco más de cinco lustros desde la Pentecostés, ya empezara a complicarse la unidad. Y que San Pablo tuviera, para corregirles y enmendarles, que preguntarles descaradamente: “Acaso Cristo está dividido? ¿Es que Pablo fue crucificado por ustedes? ¿O han sido bautizados ustedes en nombre de Pablo?”. (Cf. I Cor 1, 10 –13).

Sin embargo, no se extrañe demasiado. Porque el don de la unidad – en la persona misma, en la familia, en la sociedad y sobre todo en la Iglesia– es lo que a Satanás más le enfurece. De sobra sabe cuánto gusta a Dios y cuánto habla de Dios. De sobra sabe que la desunión impide trabajar con eficacia.

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En la historia ya bimilenaria de la Iglesia, con la complicidad de la miseria humana, el enemigo ha conseguido perdurables e importantes divisiones entre los cristianos. Y así los que no creen, encontrando en estas escisiones argumentos para su incredulidad, las subrayan y resaltan. Es una pena muy grande.

No obstante, lo que más nos debe a usted y a mi doler es que no pocos hermanos, satisfechos de no haberse separado nunca de la Iglesia se olviden de atraer a los que la dejaron. Para Dios y para mí, un cristiano que no siente la necesidad de procurar la unión con los demás cristianos, no vive bien su fe. No se puede amar a Dios y no sufrir con Él por los que abandonaron –muchos de ellos bienintencionadamente– la barca de su Iglesia.

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Esta semana de oración por la unidad de los cristianos, aunque sea un poco tarde porque acaba el martes, es una buena ocasión para que usted y yo –católicos, apostólicos y romanos– arrimemos más el hombro: para que oremos, para que nos mortifiquemos por el noble fin de la unidad, y para que tendamos nuestras manos –sin ceder un pelo en la verdad porque no es nuestra– a todos los hermanos separados.