La marcha o manifestación pública, cívica y pacífica por Guayaquil que se realizará el miércoles de la próxima semana, conlleva el ejercicio de un derecho ciudadano inalienable. De esto se derivan, para comenzar, dos consideraciones jurídico-políticas (en el mejor y más noble sentido de esta expresión) fundamentales.

La primera de tales consideraciones es que un derecho de esa índole no se origina ni es una concesión graciosa del Estado. Este –que según la clásica definición de Jellinek no es otra cosa que “la sociedad jurídica y políticamente organizada”– lo que puede y debe hacer es descubrir y reconocer, así como garantizar y proteger eficazmente todo derecho humano fundamental. Ya la Revolución Francesa conceptuó algunos de ellos como “derechos del hombre y del ciudadano”.

No todo Estado, sin embargo, procede de esa manera; y no solo los que son estructuralmente totalitarios. Tampoco, de hecho, algunos que se proclaman democráticos, constitucionales o “de derecho”, pero cuyas autoridades desconocen en la práctica los derechos inalienables de los ciudadanos como el de expresión, también cuando es masiva, mediante una marcha o manifestación pública, cívica y pacífica. Por eso es tan importante que no solo en la Constitución y en las leyes estén claramente impresos los fundamentos naturales del derecho sino, sobre todo, en el alma, en la vida y en el corazón de los pueblos y sus autoridades.

Como ejemplo y expresión palmaria que sustenta lo anterior me limito a hacer un par de preguntas, que en primera instancia pudieran parecer ridículas, aunque en el contexto ecuatoriano y guayaquileño de estos días resultan patéticas. La primera: ¿A qué Intendente de Policía le pidió permiso Martin Luther King y la multitud de negros y también de algunos blancos que marcharon desde diversos estados de la Unión Americana hasta llegar al Monumento a Lincoln, en Washington, el 28 de agosto de 1963, para proclamar cívica y pacíficamente “Yo tengo un sueño”?

Y la segunda pregunta: ¿A qué Presidente o Gobernador se le podría haber ocurrido la insensatez, la leguleyada, la desfachatez de exigirles a esos ciudadanos que le pidan permiso previo..., sobre todo después de haber anticipado criterios contradictorios y negativos respecto de esa marcha, y peor si la hubieran parangonado y pretendido darle la misma connotación jurídica y política que a una contramarcha concomitante, evidentemente injurídica, violatoria de la más elemental convivencia civilizada?

Las afirmaciones contenidas en la última parte de la pregunta anterior no son infundadas sino plenamente sustentadas en la lógica jurídica y el sentido común. Porque si en efecto una marcha o manifestación pública, cívica y pacífica es un derecho ciudadano inalienable, cualquier contramarcha en el mismo día, hora y lugar es un atentado inadmisible a ese derecho. Esta es la segunda de las consideraciones fundamentales a que hice alusión al comenzar este artículo.

La marcha por Guayaquil, encabezada por su alcalde y su cuerpo edilicio recién reelegidos por amplia mayoría, quiere no solo proclamar un sueño sino hacer cada vez más firme, general y palpable la realidad del progreso y bienestar material, cultural y de diversa índole que vienen experimentando los guayaquileños nativos y afincados, de todos los estratos sociales, desde hace poco más de una década, cuando quedó atrás la era tristemente simbolizada por los toboganes infamantes por los que no queremos volver a deslizarnos jamás.