Posiblemente yo debía haber muerto a las 22h30 del día 22 de agosto de 2004, menos de 48 horas antes de mi cumpleaños. Para poder montar el escenario de mi casi muerte, tuvieron que entrar en acción una serie de factores:

a) El actor Will Smith, en las entrevistas para promocionar su nueva película, siempre hablaba de mi libro El Alquimista.

b) La película estaba basada en un libro que había leído hacía años y que me había gustado mucho: Yo, Robot, de Isaac Asimov. Decidí ir a ver la película, en homenaje a Smith y a Asimov.

Publicidad

c) La película se puso en cartel en una pequeña ciudad del sudoeste de Francia justo la primera semana de agosto. Pero por una serie de cosas sin importancia, no pude ir al cine hasta aquel domingo.

Cené temprano, compartí mi botella de vino con mi mujer, invité a mi asistenta a ir con nosotros (ella dudó, pero acabó aceptando la invitación), llegamos a tiempo, compramos palomitas, vimos la película y disfrutamos.

Cogí el coche para el viaje de diez minutos hasta mi antiguo molino convertido en casa. Puse un CD de música brasileña y decidí ir bastante despacio, para que, en esos diez minutos, pudiésemos escuchar por lo menos tres canciones.

Publicidad

En la carretera de doble sentido, pasando por en medio de pequeñas ciudades adormecidas, veo, como surgiendo de la nada, dos faros en el espejo retrovisor del lado del conductor. Delante de nosotros, un cruce, debidamente señalizado con postes.

Intento pisar el freno, porque sé que el coche no va a conseguir su propósito; los postes cortan por completo toda posibilidad de adelantamiento. Todo esto dura apenas una fracción de segundo (recuerdo haber pensado “¡ese tipo está loco!”), pero no tengo tiempo de hacer ningún comentario. El conductor del coche (la imagen que quedó grabada en mi memoria es la de un Mercedes, pero no estoy completamente seguro) ve los postes, acelera, me encierra, y cuando intenta corregir su dirección, se queda atravesado en la carretera.

Publicidad

A partir de ese momento, todo parece suceder a cámara lenta: él da una, dos, tres vueltas de campana. Luego el coche se sale de la carretera y sigue dando vueltas, esta vez a grandes saltos, con el parachoques de delante y de atrás golpeando el suelo.

Mis faros lo iluminan todo, y no puedo frenar de repente; voy acompañando al coche que va dando vueltas a mi lado. Parece una escena de la película que acabo de ver, solo que, ¡Dios mío, antes era ficción y ahora es la vida real!

El coche da una vuelta más y se detiene, volcado del lado izquierdo, mirando hacia la carretera. Puedo ver la camisa del conductor. Me detengo a su lado, pensando solo en una cosa: tengo que salir y ayudarlo. En ese momento siento las uñas de mi mujer clavándose con fuerza en mi brazo: me pide que por amor de Dios continúe, que aparque más adelante, que el coche accidentado puede explotar o incendiarse.

Recorro cien metros y aparco. En la radio sigue sonando aquella música brasileña, como si no hubiese pasado nada. Todo parece tan surrealista, tan distante. Mi mujer e Isabel, mi asistenta, salen corriendo en dirección al lugar. Otro coche, que viene en dirección contraria, frena. Salta de él una mujer, nerviosa: sus faros también habían iluminado la dantesca escena. Me pregunta si tengo un teléfono móvil; sí tengo. ¡Entonces llame a emergencias!

Publicidad

¿Cuál es el número de emergencias? Me mira: ¡todo el mundo lo sabe! ¡Tres veces 51! El móvil está desconectado: antes de la película siempre nos recuerdan que hagamos eso. Introduzco el código de acceso, llamamos a emergencias: 51 51 51. Sé exactamente dónde ha sucedido todo: entre el pueblecito de Laloubere y el de Horgues.

Vuelven mi mujer y mi asistenta: hay un chico con rasponazos, pero no parece nada grave. Después de todo lo que he visto, después de seis vueltas de campana, ¡nada grave! Salió del coche aturdido, se pararon otros conductores, en cinco minutos llegaron los bomberos, todo está bien.

Todo está bien. Una fracción de segundo más y él me hubiera alcanzado, me hubiera lanzado a la zanja, y ahora todo pintaría muy mal para ambos. Fatal.

Al llegar a casa, miro las estrellas. A veces hay ciertas cosas en nuestro camino, pero nuestra hora no llegó todavía y pasan apenas rozándonos, sin tocarnos, aunque sean lo bastante claras como para que podamos verlas. Doy gracias a Dios por hacerme entender que, como dice un amigo mío, ha pasado todo lo que tenía que pasar, y no ha pasado nada.