Y en esta fiesta-puente  –esto es, en su evangelio– nos encontramos a Jesús, porque quiere hacer la voluntad del Padre celestial, forcejeando con San Juan Bautista en el Jordán.

Al Bautista le sonaba a disparate que el Mesías, a cuya recepción se dirigía aquel bautismo, necesitase ser lavado. Y por eso protestó: “Soy yo el que necesito que tú me bautices ¿y tú acudes a mí?”. Mas las palabras del Señor le convencieron:
“Déjalo ahora. Está bien que cumplamos así todo lo que Dios quiere”.

“Apenas se bautizó Jesús y salió del agua –nos cuenta el evangelio– se abrió el cielo y vio (Juan) que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre Él. Y vino una voz del cielo que decía: “Este es mi hijo, el amado, mi predilecto” (Cfr. Mateo 3, 13 -17).

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Se trata de una manifestación de la Santísima Trinidad, de una gran epifanía trinitaria, verificada para proclamar la identidad divina de Jesús: es el Hijo del Eterno Padre, amado con el amor perfecto e infinito del Espíritu Santo. Pero a la vez se trata de una afirmación del Padre Celestial sobre su amor a la naturaleza humana de Jesús. Y más concretamente, del amor de Dios a su obediente voluntad humana.

Esta –como enseña el catecismo de la Iglesia– “sigue en todo a la voluntad divina sin hacerle resistencia ni oposición, sino todo lo contrario: estando subordinada a esta voluntad omnipotente”. Porque “el Verbo hecho carne, en su obediencia al Padre, ha querido humanamente todo lo que ha decidido divinamente con el Padre y el Espíritu Santo para nuestra salvación”.

Es parte del misterio inagotable de Jesús. En Él una naturaleza humana  –como la suya y la mía, pero sin pecado alguno– pertenece propiamente a la persona divina del Hijo de Dios. Y por eso Jesús, sin que podamos entenderlo plenamente, es verdadero Dios y verdadero hombre al mismo tiempo; perfecto Dios y perfecto hombre.

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Pues bien, el Padre ama al Hijo en cuanto Dios y en cuanto hombre. Y nos ama a usted y a mí en la medida en que nos parecemos a su Hijo, el predilecto. En la medida en que ayudados por su gracia, buscamos con sinceridad hacer la voluntad de Dios.

Entonces lo que el Padre dijo en el Jordán, lo repite entusiasmado contemplando nuestra buena voluntad y nuestro “endiosamiento”: “Este es mi hijo, el amado, mi predilecto”.

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Para eso, para poder amarnos y “endiosarnos” quiso Jesucristo que en el Padre Nuestro le pidiéramos a Dios humildemente: “Hágase tu Voluntad, en la tierra como en el Cielo”.