El 29 de diciembre, los diarios nos golpearon con una impactante noticia: cuatro niños murieron aplastados por basura, cuando dormían dentro de un contenedor ubicado en el mercado La Merced, en Riobamba. Se habían acomodado allí para huir del frío de la ciudad a la que habían llegado para pedir caramelos, juguetes y regalos navideños en la calle, y después de ser desalojados de la Casa Indígena.

El hecho es sobrecogedor, capaz de sacudir intensamente las conciencias. Es crudo y espanta tratar de imaginar a los pequeños aplastados por desperdicios, residuos y desechos y sin poder hacer nada para salvarse. Es inevitable, también, recordar que en el Ecuador, miles de niños trabajan diariamente en la basura, porque buscan en ella algo que puedan vender para aportar al presupuesto familiar. Este trabajo ha sido calificado por la OIT como de alto riesgo, pues los niños están expuestos a los gases tóxicos, a cortes y a contactos con desechos hospitalarios. Además, según un estudio de la misma OIT, tienen un retraso escolar de tres años.

Pero, si pensamos que basura significa suciedad, putrefacción, desechos, desperdicios y baja calidad, es inevitable pensar que nuestros niños están permanentemente aplastados por la basura. Reciben educación de baja calidad, reciben atención a la salud de baja calidad, alimentación de baja calidad, recreación de baja calidad, política de baja calidad, convivencia social de baja calidad. En otras palabras, viven inmersos en la basura, en la suciedad, en los malos olores que emanan muchas de nuestras instituciones públicas y nuestras acciones particulares y esa basura también mata. Mata la creatividad, la imaginación, las posibilidades de desarrollo y crecimiento sano, la capacidad de socialización adecuada, la formación de la conciencia moral y también los conduce a la muerte física, más de una vez.

Nuestros niños, todos, están inmersos en una u otra forma de basura y entre todos hemos construido el gran basurero que los asfixia, solo que lo hemos hecho de tal manera que hemos aprendido a vivir con ello y ya no nos damos cuenta, solo nos estremecemos cuando un cerro de basura física cae sobre unos niños y les quita la vida, convirtiéndolos en sujetos de la noticia. 

Lamentemos sí, la muerte de los cuatro pequeños en Riobamba, pero tengamos la entereza de admitir que llegaron al contenedor como consecuencia de la basura social, de cuya existencia, todos somos cómplices de alguna manera.