Esa sala antifuncional, estrecha y de tan mal ver donde el Congreso sesiona provisionalmente, es la que mejor le queda. Hablo en términos televisivos, claro.
Los diputados se transforman cuando tienen una cámara al frente. La retórica que vemos en TV, retórica de balcón, estentórea y rimbombante, de esa que se grita con aspaviento de brazos, no refleja la manera como los diputados hablan, sino el espectáculo que deciden representar para nosotros, televidentes incautos. Cuando se apagan los reflectores, disminuyen los decibeles.

O sea que de TV no entienden nada los Honorables. La retórica de balcón funciona ante las multitudes, si acaso funciona todavía, pero no tiene nada que ver con un público de dos personas sentadas a metro y medio del televisor. Personalmente, no me gusta que me griten, menos aún en mi propia casa. Pero en la sala provisional de sesiones es otra cosa. Estamos ante uno de aquellos espacios cuadrados y fríos llamados “salones de uso múltiple”, eufemismo acuñado para disimular el prioritario uso que se les da, entre las múltiples posibilidades que ofrecen: pachangas y bailaches.

Ahí, toma la palabra un diputado y nubes de periodistas se amontonan a su alrededor, mientras los asesores se defienden con los codos o simplemente se abren paso hacia quién sabe dónde, porque en el salón provisional de sesiones los espacios no están claros y todo es una fanesca de cables y carpetas y nada o casi nada puede distinguir el televidente en medio de ese ruidoso caos. Ahí, la clamorosa retórica televisiva de los diputados se impone por derecho propio. Además, las desnudas paredes del salón garantizan que ningún camarógrafo se entretendrá en captar los rostros de los héroes o los pensamientos de los padres de la nación escritos por Guayasamín en su mural famoso, de suerte que al televidente no se le ocurrirá relacionar lo que aquí suceda con la Patria. Ahí nos vamos entendiendo.