Lo que ocurrió hace pocas horas en el Congreso es un claro ejemplo. Aun los expertos, antes de dar una opinión sobre la actuación del oficialismo y de la oposición, piden tiempo para revisar los innumerables textos y precedentes legales esgrimidos por cada bando.

Lo que está fuera de discusión es que, una vez más, el caos se adueñó de la institución donde se asienta la democracia, minando su autoridad y restándole prestigio.

Y no ocurrió así por diferencias ideológicas ni por discrepancias en la agenda legislativa, sino porque el reparto funcionó mejor para un bando que para el otro.
Si salimos de este desconcierto y, finalmente, el Congreso recobra su normalidad, no será tampoco porque los ciudadanos avalen tal o cual proceder, sino en función de la fuerza política que reúna cada grupo.

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En el Congreso Nacional se deciden los asuntos fundamentales del país. Allí está en juego el futuro de todos nosotros. No son asuntos menores los que estamos comentando. Que la sociedad civil adopte entonces un criterio más crítico y vigilante porque ella será el único protagonista que podrá impedir que este nudo se vuelva irresoluble.