El 2005 es ocasión propicia para renovar nuestros propósitos de vivir con ganas, de saborear los instantes de vida de los que disfrutamos, de no dejar para mañana el amor que podemos brindar el día de hoy, de entregar una sonrisa ahora que disponemos de alegría en nuestro corazón o de estrechar las manos de los amigos con generosidad además de un abrazo que perennice la pertenencia al grupo de los humanos que poseemos sentimientos que se arraigan por debajo de nuestra epidermis.

El 2004 se despidió con sangre y demostró la fragilidad de la vida humana, la enorme fuerza de la naturaleza que sigue aún sin control, fuerza que en ocasiones arrasa con todo y siembra lágrimas en el mundo, que abre tumbas para seres que tenían toda una vida por delante, que rompe con conquistas de pueblos pequeños, que sepulta en el olvido a grupos humanos enteros y que hace que el mundo se preocupe por las cantidades de vidas segadas y por los enormes costos requeridos para restaurar parte de aquello que fue destruido.

¡Cómo reaccionamos frente a  la furia de un tsunami o frente a la irresponsabilidad de quienes manejan una discoteca, centro nocturno por esencia destinado al disfrute y a la distensión sana?, esa es la pregunta. ¿Qué capacidad tenemos los maestros y los padres de familia para que los pequeños y los jóvenes comprendan el valor de la vida de los seres humanos y, de manera especial, de las vidas jóvenes? Si no tenemos muy desarrollada esta capacidad, debemos empeñarnos en una mayor sensibilización sobre este tema, de suerte que lo sintamos muy adentro, seamos parte de esta tristeza gigante y desde estos sentimientos encontremos las palabras para orientar, para corregir equivocaciones, para impulsar vivencias trascendentes.

Cuando la muerte está fuera de las puertas de nuestro hogar o no llegó a la casa de nuestros familiares y amigos íntimos, es una noticia que informa y provoca reflexiones, nada más; pero cuando un buen día esa muerte llega y nos arrebata un ser muy amado, entonces la sentimos muy adentro. En la madrugada del 1 de enero falleció en Cuenca mi padre a quien ustedes conocen a través de esta columna que perennizó, en EL UNIVERSO, primero sus 90 años y luego la reunión familiar cuando él cumplió 94 años, el 18 de noviembre del año anterior.

Mientras más ganas de vivir demostraba mi padre, siempre me pregunté qué pasaría el momento de su partida y me respondía, pobre iluso, que su muerte en lugar de impactarnos  sería un himno de acción de gracias a Dios por sus años tan hermosamente vividos; sí, pobre iluso, porque los diez hermanos al despedirlo lloramos como niños, nos abrazamos y prometimos querernos con más fuerza y recordarlo como él fue: “Dueño de energías y ganas de vivir. Alegre, ingenioso y soñador. Viajero incansable de mil caminos. Imán que atrae y atenaza. Duro y robusto cual añejo guayacán”. Queremos vivir con el recuerdo de sus 94 años llenos de vida; con la serenidad, alegría y picardía que brillaron siempre en sus ojos hasta la noche anterior en que se durmió plácidamente para siempre.