La teoría de Montesquieu en cuanto a la división de los poderes, dentro de la democracia, prevalece en la cultura occidental, con algunos matices, desde luego, según las regiones y países.

La necesidad de un Ejecutivo que gobierne, un Legislativo que apruebe las leyes, una Corte que administre justicia, un Tribunal que organice y vigile las elecciones, y una Contraloría que audite las cuentas de los ingresos y egresos del Estado, nadie discute.

Lamentablemente, los ecuatorianos y ecuatorianas no hemos sido capaces de utilizar estas valiosas instituciones del sistema democrático para alcanzar las metas del bien común. Al contrario, la pugna de poderes o la intromisión de un poder en otro, expresamente prohibidas por la Constitución, han desacreditado a esas instituciones y a los líderes, quienes, con falta de rubor, no han cejado de burlar no solo la voluntad popular sino las leyes que juraron respetar y hacer respetar.

Por eso, la política y los políticos se han devaluado tanto, que no poca gente piensa si sería mejor desenvolvernos con un Consejo de Estado de pocos miembros, elegido por votación popular, en lugar de un Congreso mediocre, absolutamente improductivo y ligado a intereses particulares o de grupos.

Asimismo, con una Corte elegida por los ciudadanos, sin que medie ningún partido o grupo de presión; una Contraloría Social, también de origen ciudadano, que exija la rendición de cuentas a quienes manejan fondos del Estado; y un Ejecutivo desconcentrado, con un Primer Ministro, autonomías regionales sustentadas en los gobiernos locales y provinciales, y áreas estrategias centralizadas: Relaciones Exteriores, Fuerzas Armadas, Policía Nacional, Recursos Naturales y Política Macroeconómica.

Pero no. Hemos creado un Estado que se asemeja al célebre Leviatán del que habla el Apocalipsis, es decir, un monstruo de mil cabezas, gigante, centralizado, obeso, amorfo y corrupto, conocido también como ogro filantrópico al que muchos teóricamente quieren defender y representar; sin embargo, en la práctica, curiosamente, el Estado es el eterno perdedor, y la ciudadanía –que somos todos– no conoce a ciencia cierta qué se hizo con el dinero del petróleo y adónde fueron a parar los recursos de la deuda externa.

Es muy probable que el célebre Montesquieu jamás se imaginara este monstruo.

Ahora que el Ecuador comienza un nuevo año, sería interesante identificar los grandes temas que reclama el Ecuador: la reducción de la pobreza y pobreza extremas; el combate sin tregua a la corrupción y a la impunidad; la reforma educativa integral; la elección de cortes por parte de la ciudadanía; la creación de un sistema de rendición de cuentas; la reforma al sistema de pensiones; el fomento de la producción y la productividad; el desarrollo de la microempresa, la mediana industria y la agroindustria de cara a la exportación; el fomento del turismo; reglas de juego claras para las aduanas, el Servicio de Rentas Interno, la seguridad humana y un manejo eficiente y transparente de los fondos públicos.

Porque el denominado “país de Manuelito” está definitivamente agotado. Los desafíos del futuro pueden afrontarse con una estabilidad política, económica y social asentada sobre el Estado de derecho, un proyecto de país articulado a objetivos nacionales y un liderazgo ético probado en los hechos y no en los discursos.