Ayer por la noche me puse frente a mi computadora nueva, la que me regalé por Navidad, y comencé a volar sobre Grecia gracias a un simulador de vuelos estupendo de Microsoft. Desde una avioneta Cessna, a dos mil pies de altura, vi la Acrópolis de Atenas, sobrevolé la isla de Salamina, avancé hasta el paso de las Termópilas, y me acordé, entonces, de una historia que me contaba mi madre cuando yo era niño y no había televisión.

En el siglo V antes de nuestra era, el ejército persa recibió la orden de invadir Grecia. Su monarca, Darío I, estaba preocupado porque los marinos atenienses andaban promoviendo entre sus vastas colonias del mar Jónico la extraña idea de que los hombres libres deben ser iguales. A los soldados persas les resultó duro cumplir la orden porque los griegos se defendían con uñas y dientes. Aun así, alcanzaron a llegar hasta el paso de las Termópilas, donde las montañas se separan del mar unos quince metros apenas. (Hoy la distancia es mayor, pero vean ustedes, hasta la geografía se cambia de camiseta). Allí los esperaban los griegos al mando del rey Leónidas, que no era ateniense sino espartano y no creía en la democracia sino en el gobierno de las oligarquías; pero Leónidas era griego y no iba a permitir que atropellasen a sus compatriotas.

El rey espartano confiaba en que sus soldados, inferiores en número pero mejor entrenados, aprovecharían la estrechez del sitio para mantener a raya al invasor.
Sin embargo, un traidor guió a los persas por un sendero para que rodeasen a los griegos.

Enterado de la traición, Leónidas ordenó a los griegos que retrocediesen. Solo mil soldados se quedarían con él a enfrentar una derrota inevitable pero necesaria para retardar el avance enemigo.

Así, un día de julio del año 480 antes del nacimiento de Cristo, 200.000 soldados persas se abalanzaron sobre el puñado de hombres que comandaba Leónidas. Al concluir la batalla, todos los griegos habían muerto pero cada uno se había llevado consigo a varios miles de persas.

Con eso los atenienses ganaron un tiempo precioso. Evacuaron su ciudad y se escondieron en una estrecha bahía al frente de la isla de Salamina. Aguardaron allí con su flota, en la que depositaban sus últimas esperanzas, porque si el ejército persa era invencible en tierra, los atenienses eran terribles en el mar.

Los persas llegaron a Atenas, la saquearon, y llamaron a su flota para que destruyese las naves griegas. Pero se llevaron una sorpresa: los barcos trirremes atenienses, más veloces, les dieron una paliza. El rey Jerjes (hijo de Darío), desmoralizado, corrió de regreso. Atenas y Grecia se habían salvado.

Sin Leónidas y sus hombres, Atenas probablemente se habría convertido en una provincia persa. Sus pensadores, sus filósofos, sus textos, todo habría desaparecido. El concepto de igualdad entre los hombres libres y de democracia, se habría extinguido. Cromwell, Jefferson y los jacobinos, dos mil años después, no habrían encontrado ningún ejemplo en la historia para demostrarle al pueblo que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo es posible.

¿Qué tiene todo esto que ver con la situación política actual? Nada, absolutamente nada, y es por eso probablemente que recordé esta historia. Entre Leónidas y nuestros enanos morales que se disputan la presidencia del Congreso –el bastión de la democracia– hay un abismo insondable, inalcanzable, insuperable.