Es comentario general que la reelección del señor Bush en Estados Unidos responde tanto a un resurgido sentimiento religioso del pueblo norteamericano como a su decisión política de enfrentar tenazmente al terrorismo dentro y fuera de su país. ¿Es esto así, quiero decir son estas las verdaderas causales que le han ganado un segundo período de gobierno?

Tengo para mí que una religiosidad, con el sentido de un sentimiento colectivo, aflora siempre en instancias determinadas, como por ejemplo, las de una catástrofe. Eso parece haberse dado en el presente caso con el sangriento atentado de Nueva York, pero en verdad puede ser secuela de algo más profundo y arraigado: de una inseguridad de vida, alimentada por la sospecha de celo, de envidia u odio que presumiblemente otros pueblos tienen contra la presencia militarista y económica de los norteamericanos en el mundo. Al mismo tiempo, y en lo que parece una contradicción, favorece la creencia del señor Bush de representar o significar lo bueno de este mundo contra un mal que disloca o desequilibra una paz mundial de la que se considera su inevitable garante.

Este repliegue a una política de enfrentamiento y fuerza no es solo de orden político sino también moral, por lo que el combate del señor Bush contra el “mal” tiene, en verdad, dos frentes: el del exterior, con el afán de someter discrepancias demasiado evidentes contra sus visiones internacionales, aun cuando, como en los casos de Iraq y de la no aún resuelta situación palestina, deba enfrentar al también resurgido fundamentalismo religioso islámico. Y uno interior representado por la resistencia a una manipulación económica que favorece a monopolios y empresas afines en detrimento de una función social del Estado, como por minorías diversas que en ese país tienen el denominador común de chocar con los tradicionalismos culturales y morales dominantes en defensa de un liberalismo individualista.

En principio, la situación económica favorable que en la actualidad parece disfrutar el pueblo norteamericano, o parte de él, sin los temores que hasta los años setenta tuviera en razón de la Guerra Fría, debiera facilitarles una seguridad de vida basada en un consumismo materialista del que ya gozaron después de la Segunda Guerra Mundial, pero lo que se percibe es de otro signo: un temor, rayano en sospechas de toda índole, especie de angustia que lo autolimita volviéndolo vulnerable y enclaustrado en sí mismo, prisionero en su casa.

Lo que parece suceder es que Estados Unidos está pasando repentina y oblicuamente de ser el país joven que en la primera mitad del siglo XX fuera a uno viejo en cultura de asimilación, de moral social e individual, de búsquedas de nuevos horizontes y proyecciones también nuevas, pues las de un dominio mundial se las puede entender más como consecuencias de su expansionismo de años anteriores que como percepción de un proyecto futurista.

Esta sorprendente ancianidad en tan corto tiempo de afirmación histórica no lo es tanto si tenemos en cuenta que lo virtual del llamado sueño americano busca reemplazar a lo real de la vida diversa, por lo que las viejas ideas y las no menos viejas intenciones del tiempo de una afirmación cobran vigencia hoy.