Se estima que las víctimas fatales podrían superar la abrumadora cifra de cien mil. Es incontable el número de heridos, damnificados y desaparecidos. El costo material de la tragedia aún se desconoce.

El hecho de que todo esto ocurriese al otro lado del planeta no nos impide sobrecogernos. Nos solidarizamos con el dolor que martiriza a Indonesia, Filipinas, Sri Lanka o la India. Cuando vemos a través de las pantallas de televisión a un padre que llora por sus hijos muertos, o a un niño huérfano que contempla su hogar desaparecido, solo podemos recordar lo frágil que sigue siendo nuestra especie.

Pero del mismo modo nos abruma la noticia de que si la tragedia era inevitable, al menos hubiese sido posible menguar el daño que causó si los países asiáticos afectados hubiesen contado con el mismo sistema de alerta del que disponen, por ejemplo, Estados Unidos y otros países desarrollados.

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Ante el poder aterrador de las furias de la naturaleza todos somos iguales; pero con respecto a la posibilidad de defendernos de las mismas, sobreviven todavía diferencias que avergüenzan y entristecen.