La caridad tiene su público durante todo el año pero, propiamente, es el espectáculo televisivo de diciembre. Es a lo largo de este mes, sobre todo en las proximidades de la Navidad, cuando la caridad pasa a formar parte importante de las agendas informativas. En días pasados, hemos visto a casi cada noticiario apadrinar su propio caso de necesidad extrema (niños enfermos son los más recurrentes pero viudas y ancianos son también comunes).

Normalmente, el caso se introduce en el segundo o tercer bloque de noticias. El primer día, se cuenta la siempre desgarradora historia y se proporcionan los números de una cuenta bancaria y un teléfono. En fechas sucesivas, se desarrolla una singular cobertura (menos parecida a un seguimiento informativo que a un reclamo filantrópico) en la que se repite la desgarradora historia y se da a conocer el estado de cuenta correspondiente.

Todo caso de necesidad extrema exige a gritos su inmediata reparación, así que la TV asume la tarea como un apostolado. La caridad, desde luego, es irreprochable: a nadie se le puede criticar por ayudar a sus semejantes. Sin embargo, me temo que, trabajada de esta manera, la caridad termine por convertirse en un sucedáneo de la justicia: para la TV, es más fácil contar la historia de cómo crece una cuenta bancaria para ayudar a un pobre, que reconocer que los pobres son la realidad dominante en el paisaje de nuestras “regeneradas” ciudades.

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Los árboles impiden ver el bosque. La TV se entrega al seguimiento de casos particulares de miseria y busca su reparación recurriendo al fetiche de la filantropía. Todo este buenismo televisado se me antoja como un lavado masivo de conciencia, una manera de saldar cuentas con el año viejo, paso previo e indispensable para entrar a la siguiente fase del entretenimiento: la cartomancia, que aparece en pantalla ya por estos días, pero es, propiamente, el espectáculo televisivo de enero.