Como terapia individual, quizás la mejor receta sea tomarle al país en clave de chiste. Puede ser muy sano para la mente ver a sus autoridades y a sus políticos como bufones que representan una mala comedia que se repite año tras año y que cada vez la interpretan actores más mediocres. O –comedia al fin y al cabo– no hacer ningún esfuerzo por diferenciar al personaje real de la parodia que de él se hace en algún programa de televisión. Así se evita problemas y se guarda el hígado para funciones más importantes como los reiterados brindis de estas fechas. Las cosas pueden suceder y uno solo debe hacer el quite para dejarlas pasar por el lado.

Cansado de tanto ajetreo, el ecuatoriano común y corriente ha escogido ese camino y apenas ha prestado atención a los últimos acontecimientos. No importa que signifique mayor inseguridad para mañana si la indiferencia puede ofrecer tranquilidad para hoy. Después del trauma producido por la debacle bancaria, sentida dramáticamente por el congelamiento de depósitos, no solo se produjo la pérdida generalizada de la confianza sino que quedó seriamente golpeado el sentimiento de pertenencia a la comunidad. El caos que predominó por demasiado tiempo fue el ingrediente adicional para que la gente se recluya en sus casas y se encierre en sus asuntos privados. Si se revisa lo sucedido en los últimos tres o cuatro años aparece como constante el rechazo a cualquier cosa que huela a política o que se le parezca y la desmovilización incluso de los más activos ocupantes de calles y carreteras. Como contrapartida, quienes han podido hacerlo han encontrado la compensación en el consumo desenfrenado de bienes innecesarios y de corta duración. Los demás, que son la mayoría, parecen haber llegado a la conclusión de que si la política no pudo cambiar las cosas antes, no hay razón para esperar que lo haga en el futuro.

Poner a anodinos individuos manejados por titiriteros mayores a cargo de los asuntos públicos es solamente uno de los resultados de esa actitud y no necesariamente el más grave. La erosión de lo público, de lo colectivo, ese sí es el principal problema que se deriva de la suma de indiferencias. La pérdida del sentido de pertenencia a un conglomerado humano termina por anular la misma posibilidad de construir un espacio común en el que se sientan integrados todos y cada uno de sus componentes. El movimiento se torna circular y de ahí en adelante se vuelve casi imposible acabar con la lógica perversa que se retroalimenta a cada paso. A ese punto ha llegado ya el Ecuador. Las esporádicas manifestaciones de sentimiento colectivo y algún asomo de orgullo compartido que surgen a partir de los contados triunfos deportivos no constituyen contrapeso suficiente. El sí se puede o cualquier otra consigna vacía no han aparecido cuando han sido más necesarias, ni siquiera cuando una pandilla ha acabado con la magra institucionalidad. Después de todo, también las consignas tienen algo o mucho de chiste.