Es la interrogante que surge después de la repetida gestión frustrante de los poderes públicos. Sí, porque no es de ahora que el Congreso Nacional se convierte en teatro de pendencias y comedias, de venalidades y alquileres. Ni que en la Función Ejecutiva, golpistas o “demócratas”, se hayan instalado para servir intereses contrarios a los que dicen defender. Tampoco es nuevo que haya jueces supremos que obedecen consignas partidistas, que regularmente son las de los capataces de siempre.

¿Cómo exterminar esta lacra que corroe el alma nacional, que domestica las conciencias hasta ver normal lo que no es más que una aberración? ¿Cómo acabar con tanta inmundicia, con tanto deshonor, con tanto engaño, que contagia a muchos en su cotidiana vida, que nos devuelve a nuestra egoísta intimidad, de por sí constituida por el duro avatar de la satisfacción de las necesidades materiales básicas?

Si pudiéramos suprimir esas instituciones y vivir como en la comunidad primitiva, verdaderamente democrática, sin renunciar a los legítimos adelantos que la humanidad ha logrado a lo largo de miles de años, no solo aquí sino en todos los países que padecen de los mismos males, hace tiempo que hubiéramos celebrado el día colectivo más feliz.

Pero aquella es ilusión de cuento de hadas y requerimos, mientras dure esta contienda, en el fondo fratricida, de un gobierno que gobierne, de diputados que legislen y fiscalicen al ejecutivo y de jueces que juzguen. Es decir, de lo mismo, mas, sin lo mismo. Los pueblos no soportan más ultrajes, su hambre ya ha cobrado muchas víctimas, la consigna revolucionaria francesa de libertad, igualdad y fraternidad sigue recorriendo el mundo.

Sin embargo, el pan y la dignidad no son regalo de nadie. Son conquista del ciudadano, que no se reduce a participar en unas elecciones cada vez que es llamado, sino en la adopción de todas las formas creativas de expresión de protesta y construcción de un genuinamente nuevo orden de cosas. Para ello no está la piedra, la bomba, el odio. Está la organización, la pluma, la calle, el graffiti, la recolección de firmas, el proyecto de ley o de reforma de otras o de la Constitución, la carta al diputado o al alcalde o al prefecto, el ejercicio honesto y valiente de la función pública.

Porque, con Miguel de Unamuno, podemos decirles a los mismos de siempre y a los que pretenden ser los mismos de siempre, “venceréis pero no convenceréis”. Claro que nos podrán responder como le contestó al ilustre escritor español y rector de la Universidad de Salamanca un general fascista “Viva la muerte, abajo la inteligencia”. No obstante, si nos duele Ecuador como le dolía España a Unamuno, sí podremos vencer y no solo convencer. Y para los pesimistas, recordemos las frases de Bolívar: El que no espera vencer, está vencido.