En el cine hay imágenes, pero en el teatro hay presencias. Es consciente el actor de la presencia de su público y este de la inmediatez carnal del actor.

Hace no mucho, un amigo culto y con especial afición a la literatura, me comentaba: “Hombre, pase que aún vayas de vez en cuando al teatro, para ver una obra de Sófocles o de Shakespeare. Aunque por lo general ganan cuando se las lee, la ceremonia cultural de la representación tiene cierto sentido nostálgico, por arcaizante que resulte. Es como empeñarse en oír tocar las ‘Variaciones Goldberg’ con clavicordio en lugar de con piano... Pero lo que no entiendo es que sigas considerando el teatro como medio actual de expresión, sea como espectador o –¡aún peor!– como autor”. Recordé este severo dictamen de mi amigo la otra noche, al salir de la representación en Madrid de La cena de Brisville, notablemente interpretada por José María Flotats y Carmelo Gómez ante una sala felizmente abarrotada de atento público. Me sentía lleno del viejo amor por el teatro, uno de los primeros y, a pesar de tantas decepciones o fastidios, de los más perdurables y necesarios para mi vida intelectual. Camino de casa, fui dando vueltas en la cabeza a lo que podría responder a mi apreciado antagonista...

Para empezar, le recordaría la opinión de Hannah Arendt, para quien la representación teatral es la más “política” (o, si se prefiere acudir al latín, la más cívica) de las artes. Y eso porque obliga a la disciplina democrática menos prescindible: la vocación de escuchar. No es lo mismo leer que escuchar. En el escenario, las palabras (y sin duda los silencios) no solo tienen sentido, sino también cuerpo: carne, sangre y entonación. Escuchamos a personas que apoyan la palabra con todo lo que son, no solo asistimos a un intercambio de ideas, por interesantes que estas puedan ser. La paciencia cívica de escuchar se complementa con la capacidad poética de interpretar, en el doble uso de la expresión: interpretan la palabra los actores e interpretan lo dicho por ellos los espectadores. Por eso el teatro exige un esfuerzo mayor a unos y a otros: todo ocurre en tiempo real y sobre todo en tamaño real, sin la deformación visual que distrae la atención de lo hablado a lo filmado. En el cine hay imágenes, pero en el teatro hay presencias. Es consciente el actor de la presencia de su público y este de la inmediatez carnal del actor. En más de un sentido, ocurre lo mismo en el parlamento democrático...

A veces, el contagio con lo audiovisual fomenta desconfianza hacia la palabra teatral. No existe hoy peor condena para una obra dramática que tacharla de “discursiva”. En el fondo, tal crítica suele expresar solo la protesta de quienes no se resignan a escuchar y por eso promueven espectáculos dramáticos en los que luces, estruendos y contorsiones alejan de lo que discute y discurre. En nuestro mundo de estereotipos, cuanto no es mero eslogan les cansa. Por eso hay gente de teatro que no desconfía, de las máscaras, ni del mimo, ni del funambulismo, ni de los chisporroteos explosivos, pero sí de las palabras, porque les parecen que llegan desde fuera del corral de serrín de lo que ellos llaman “carpintería teatral”. A fin de cuentas, es la voz poética la que rechazan, ya que la poesía es lo que dota a la palabra de fuerza subversiva e intensidad inusual, que la aleja de la letanía y de esas frases hechas que ni siquiera necesitamos escuchar... porque en cuanto empezamos a oírlas ya nos las sabemos. Oír poesía cansa... porque nos incita a desconfiar de lo que oímos sin descanso.

Otras dos ventajas importantes puede tener el teatro en la educación cívica y artística de los jóvenes. Para empezar, no admite el zapping y por tanto exige continuidad y paciencia en la atención de la escucha. Como lo que ocurre es real, no puede cambiarse de canal cuando lo que vemos y escuchamos comienza a exigir demasiado de nosotros... En segundo lugar, todavía en los teatros no permiten que los adolescentes enreden con los móviles, como en el cine, y se pasen la sesión enviándose mensajes cuando deja de haber tiroteos o desnudos en la pantalla. Son ventajas pequeñas, pero que contribuyen no al mantenimiento de lo anticuado sino a preservar la civilización polémica y expresiva del régimen democrático.

Quienes tanto hablan de defender la “excepción cultural”, deben recordar que lo verdaderamente excepcional en la cultura actual es precisamente el teatro: no como hábito particular de tal o cual nación sino como promoción artística de una actitud que en el terreno de la comunicación privilegia el cuerpo a cuerpo por encima de lo masivo y multitudinario. Otros espectáculos solo hacen crecer cuentas corrientes, pero el teatro nos hace crecer a nosotros, los humanos razonantes y apasionados. Razón suficiente para defenderlo contra viento y marea...

© El País, S. L.