Algunos de los que desarrollan sus actividades al pie del río Guayas viven también en el lugar.

Severito Monserrat, de 75 años, es parco y apático al ruido citadino puesto que donde habita, a una cuadra de Eloy Alfaro y Calicuchima, junto al río Guayas, su vida transcurre con tranquilidad y rodeado de amigos, que son dueños de embarcaciones que él cuida. Con ellos  sí habla con soltura.

Monserrat es vinceño. A los  35 años emigró a esta ciudad. Fue cargador en depósitos de madera antes de vigilar las lanchas, canoas, gabarras y pangas (desde hace 10 años).

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Pasa poco tiempo en su casa de madera a orillas del Guayas. En sus jornadas verifica que esté en buenas condiciones la lancha que mayor tiempo permanece allí y que pertenece a la familia Vulgarín, también da mantenimiento a otras embarcaciones y juega cartas con amigos que a diario se trasladan por el Guayas.

La vida del lojano Francer Calero, de 52 años, también transcurre a orillas del río. Afirma que su ambiente le agrada por la constante brisa y el trinar de las aves. Lo que a veces le molesta es la basura que arrastra la marea alta, “ya que trae malos olores”.

Él habita en una vivienda también de madera. Además da mantenimiento y vigila tres yolas (embarcación para competencia) de Eduardo Dueñas, un concursante de regatas.

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Los sueldos de Monserrat y Calero no varían mucho. Al primero, los Vulgarín le pagan $ 100 y también se ayuda con lo que le puedan dar sus amigos. Calero recibe $ 150. Juntos sostienen que les alcanza para sus necesidades.

Cada uno tiene su medidor de luz. Calero se provee de agua mediante mangueras que llegan hasta sus tanques y Monserrat la obtiene porque se la suministran sus amigos.

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Ambas casas están cercadas por unas mallas metálicas que instaló el Municipio hace casi cinco años, dice Cecilia de Vulgarín, quien pese a vivir en Gallegos Lara y Portete, disfruta de ir todos los días al río para visitar a Monserrat y “escaparme un poco de esa locura de los carros y la gente”.

Rineo Jaime, de 59 años y oriundo de la isla Santay, comercia lo que pesca desde hace 25 años en el mercado Caraguay. Como él hay decenas de isleños que expenden sus productos a los mayoristas. El oficio lo aprendió de su papá.

El movimiento en el mercado es constante. Los comerciantes del lugar y los de la Santay gritan ante la rapidez con que deben embarcar y desembarcar la mercadería.

Segundo Hidalgo, de 59 años y cuidador de las embarcaciones en el mercado, refiere que sus ganancias diarias son cerca de $ 10. “Lo obtengo de mis propinas, porque no tengo salario fijo”. Él pasa catorce horas diarias en el mercado y con su sencilla vestimenta dice que siempre debe estar listo para el combate. Jaime explica que cuando la marea es alta y abundan los lechuguines “es casi imposible trabajar, por lo que navego a otros sitios”.

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La esmeraldeña Luzmila Campo, de 58 años, tiene una rústica casa de un ambiente, de tablas, a orillas del Guayas. Laboró tres años como cocinera en una empresa pesquera. Ella es la jefa del hogar, compuesta por cinco personas. Sale poco y conoce el Malecón 2000. Del lugar reflexiona: “Es para personas que tienen plata, pero ojalá que llegue acá la regeneración”. Añade que la Policía ronda en las noches por donde vive. Jaime asevera que los pescadores cuentan con machetes o escopetas por si tienen que defenderse de los malhechores.

Y pese a que la ubicación de sus casas y trabajos puede acarrearles peligro, Monserrat, Calero, Jaime e Hidalgo conservan sus modos de vida y laboral. Mientras, Campo construye una casa de madera en la isla Trinitaria, pero con el deseo de permanecer con su restaurante a orillas del Guayas.