Como bien señaló este Diario en su análisis de hace dos días, parece que el Gobierno se encuentra empeñado en evitar que los proyectos que Guayaquil diseña o propone se vayan al traste, o simplemente que se queden estancados o en meras ideas, y eso, si nadie se lo ha dicho al coronel Lucio Gutiérrez, tengo que decírselo ahora, es jugar con fuego.

No puede haber excusa alguna para esa actitud ni bajo el pretexto de querer acabar con la oligarquía, como repetidamente afirma el Presidente, pues tal oligarquía, si es real y verdaderamente existe, no nace y crece solo en Guayaquil, salvo que quiera ver las cosas con una óptica sesgada, impropia de un gobernante.

Guayaquil, a través de sus instituciones públicas y privadas, recurrentemente y a lo largo de su historia, ha tenido que ingeniárselas para satisfacer, o para completar la satisfacción, de sus necesidades como ciudad –que alberga ahora a más de dos millones y medio de personas provenientes de todas las regiones del país– sin egoísmos mezquinos y más bien con un amplio concepto de patria, actitudes que deberían merecer el más amplio respaldo del Estado, de un Estado que hoy niega su apoyo amplio y franco a la urbe, como es de su obligación.

Pero no solo que su ayuda adolece de raquitismo –como lo atestigua la semiparalización de la construcción del puente Carlos Pérez Perasso y el abandono del anillo de circulación vehicular a la entrada de Samborondón con el peligro que ello encierra, para no citar más de dos obras, además de la denunciada centralización de Cedegé a través del Decreto Ejecutivo 2174– sino que el Presidente dice lo inverso, resaltando el aporte gubernamental, como queriendo convencerse a sí mismo de que esa es la verdad, al igual que reincide en afirmar, sin cansancio, que el nombramiento de la Corte Suprema hecha por el Congreso Nacional es constitucional y legítima, a pesar del diluvio de opiniones jurídicas y de todos los estamentos sociales que dicen otra cosa, y de los llamados de atención de los medios de comunicación que –casi sin excepción– han explicado didácticamente, con vocación de maestros, la vulneración constitucional perpetrada, hasta ahora con total impunidad y con la venia presidencial.

Guayaquil, ciudad de afectos y encuentros, generosa con propios y extraños, no puede ser el blanco de rivalidades políticas ni la víctima de odios personales, porque está por encima de hombres y partidos como colmena de trabajo y hogar colectivo de gente que quiere vivir en paz y progresar con su legítimo esfuerzo, pero que sabe hacer respetar sus derechos y sancionar a quienes osen desconocerlos.

Si la situación actual continúa, puede haber problemas mayores porque la paciencia de quienes integran el conglomerado guayaquileño tiene un límite. No es sensato ubicarse, gratuitamente, contra Guayaquil.