El año que viene se conmemora el cuarto centenario de la publicación de la Primera Parte del Quijote, pero, como señalé hace semanas, los fastos ya han corrido disparatadamente mucho antes de alcanzar el 2005.

Cervantes sufrió en vida uno de los abusos que más pueden indignar a un autor, a saber: la apropiación por otro de sus personajes, el manoseo ajeno de su invención, el ensuciamiento de su creación. Como es sabido, en 1614 apareció un apócrifo Segundo tomo del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, firmado por un tal Alonso Fernández de Avellaneda que a día de hoy aún se ignora a quién servía de disfraz. Aunque Cervantes lo supo sin duda, no le quiso hacer el favor de desenmascararlo –y hacerlo así entrar en la posteridad– cuando, dolido pero displicente, aludió a él en el prólogo a su verdadera Segunda Parte, que vio la luz un año más tarde, en 1615, y que quizá se sintió espoleado a terminar pronto para remediar la usurpación o robo de Avellaneda. Este no se limitó a trasegar con Don Quijote y Sancho, sino que además arremetió contra su creador, tildándolo de viejo y manco. Fue un precursor de los muchos “copiones” contemporáneos, que cuanto más imitan y aprovechan a alguien, más lo atacan o lo silencian: debe de ser insoportable saberse tan en deuda con ese alguien de mayor talento en la profesión.

El año que viene se conmemora el cuarto centenario de la publicación de la Primera Parte del Quijote, pero, como señalé hace semanas, los fastos ya han corrido disparatadamente mucho antes de alcanzar el 2005, de modo que cuando llegue la verdadera fecha estaremos todos saturados de los pobres Don Quijote y Cervantes, y aun puede que los hayamos empezado a detestar. Porque, como dijo el segundo en el mencionado prólogo, “la abundancia de las cosas, aunque sean buenas, hace que no se estimen”. Y fue por eso, para que nadie futuro pudiera incurrir en más “avellanedadas”, por lo que dio a Don Quijote “muerto y sepultado, porque ninguno se atreva a levantarle nuevos testimonios, pues bastan los pasados…”. Y sin embargo, pese a su disgusto de 1614, la celebración de estos cuatrocientos años ha sido pretexto para la aparición actual de nuevos Avellanedas que no han tenido rubor ni empacho en prolongar la existencia de los personajes que Cervantes dejó vivos (“que bien sé lo que son tentaciones del demonio”, escribió también en ese prólogo, “y que una de las mayores es ponerle a un hombre en el entendimiento que puede componer e imprimir un libro con que gane tanta fama como dineros, y tantos dineros cuanta fama”), y, sobre todo, para que desde el más alto escritor hasta el más ruin político, pasando por la mayoría de los profesores, eruditos y expertos, reales o sobrevenidos, se pongan a la alargada sombra del Caballero de la Triste Figura y saquen fama como dineros de ella, y dineros cuanta fama. Y, en resumen, manoseen de tal forma el Quijote que milagro será si no han de transcurrir al menos diez años antes de que obra y autor se limpien de todo el tizne con que se los ha empezado a embadurnar, y lo que nos queda.

Una de las cosas más graves de nuestra época es que se tengan por normales iniciativas y hechos que no lo son. Leo, por ejemplo, que Esperanza Aguirre, presidenta de Madrid, ha anunciado muy ufana que su Comunidad organizará 400 “actividades” en torno el Quijote en 2005. Cuatrocientas. Es decir, más que días tiene el desdichado año en cuestión. Como si tal cosa tuviera el menor sentido; como si existiera público para semejante empalago; como si pudiera haber cuatrocientas actividades de interés. Pero al poco, José María Barreda, a su vez presidente de Castilla-La Mancha, anuncia que su Comunidad organizará 2.005 “actividades culturales” al respecto, lo cual es una ridiculez cinco veces mayor que la de Aguirre. ¿Se imaginan a una legión de asesores, promotores, consejeros y cantamañanas devanándose los sesos para dar con tales números de ideas –quiero decir de chorradas– con que cubrir los pomposos propósitos? Supongo que no harán otra tarea a lo largo de doce meses (claro que ya se preparan apasionantes “congresos de molinología”), amén de despilfarrar, desde luego.

Si se relee otro prólogo de Cervantes, el del libro que él prefería sobre todos los demás, el Persiles, poca duda le cabe a uno de que el autor del Quijote, de poder asomarse a nuestro país en estas fechas y las que se avecinan –como ángel o como fantasma, según las creencias–, pondría pies en polvorosa, estragado por tanta avidez y untuosidad. Pues en él relata cómo, al reconocerlo un estudiante viniendo de Esquivias, este lo agarró de la mano izquierda y lo ensalzó así: “¡Sí, sí; este es el manco sano, el famoso todo, el escritor alegre, y finalmente el regocijo de las musas!”. A lo que respondió el novelista, “abrazándole por el cuello” para no ser descortés: “Ese es un error donde han caído muchos aficionados ignorantes. Yo, señor, soy Cervantes, pero no el regocijo de las musas, ni ninguna de las demás baratijas que ha dicho”. Sí, Cervantes no soportaba las baratijas ni a los Avellanedas, pero está visto que a nuestros contemporáneos cobistas sus preferencias les traen sin cuidado.

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