Al fin Lucio Gutiérrez va encontrando su estilo, si no para gobernar, al menos para mantenerse en el poder. Si al inaugurar su régimen dijo que era de derecha pero también de izquierda, hoy está ejerciendo ese tipo de ambigüedades. Está de acuerdo con todos, quiere dialogar con todos, afirma que si alguna Corte Suprema estuvo politizada es la que nombraron sus aliados. Quiere ardorosamente que todos tengan la razón, menos Febres-Cordero que es, al fin y al cabo, el que le mantiene paradójicamente en el poder.

Y al tiempo que está de acuerdo con todos, su equipo mantiene la iniciativa con toda la agresividad necesaria, hasta quemarse. Víctor Hugo Sicouret ya tiene una mitad del cuerpo chamuscada, lo que le significó no llegar a la presidencia del Tribunal Constitucional; y Jaime Damerval está muy próximo a quedar en cenizas.

Su estilo es ese: primer acto, asistir en silencio a la decisión de cambiar a la Corte Suprema de Justicia para apoyarla cuando tenga éxito. Segundo acto, declararla temporal hasta que llegue la consulta popular. Tercer acto, proclamarse dispuesto a dialogar con todos para no dialogar con nadie (y tan vagamente conciliador aparece que, cuando en TV, Tania Tinoco le preguntó si piensa incluir en la consulta una pregunta sobre la preeminencia de la justicia civil sobre la policial, respondió, con la mirada en el vacío, “por supuesto”, sin saber exactamente bien lo que respondía). Epílogo, asegurar a sus aliados políticos que esa “temporalidad” de la Corte es posible alargarla hasta que la indiferencia pública se convierta en olvido y los jueces puedan sanear las causas del PRE.

Lucio Gutiérrez ha comprendido que ser de derecha y de izquierda al mismo tiempo es no ser nada, neutralizarse, mientras a su alrededor ocurren el TLC, la AGD, los diferenciales del petróleo, las giras de Mauricio Yépez canjeando deudas que nunca se convierten en programas sociales, la guerra por los cargos en el Seguro Social, las limonadas de Bolívar González, las prolongadas almorranas de Antonio Vargas, sin que nada de eso le comprometa.

Y para que aquello ocurra, se han silenciado incluso sus parientes más cercanos, Borbúa, Gilmar, Villa, que acababan salpicándole el barro de todos los conflictos. No le servían. Necesitaba a los más duros del barrio que conviertan la defensa en ataque, los que están ahora, hábiles, bien o mal conocidos, rémoras del PRE o rezagos de viejas trashumancias políticas como Ayerve o Damerval. Mientras tanto, Lucio Gutiérrez ha acuñado unas cuantas frases insulsas (oligarquía corrupta, políticos de siempre, antiguos dueños del país, los de la segunda camioneta, seré el mejor presidente, en el 2003 recibí un país que se incendiaba) para repetirlas cada vez que, tolerante como es él, se deja hacer preguntas embarazosas que le ponen, en cada entrevista, contra la pared.

Ahora sí, sus ofertas huecas, sus declaraciones ambiguas, sus continuas contradicciones, adquieren sentido: le mantienen por fuera del ejercicio del gobierno y de la bronca política. Está consiguiendo, al fin, lo que necesitaba desde el primer día de su gobierno: que nadie le tome en serio.