Alguna vez leyeron, estoy seguro, el pensamiento de un bardo cuencano cuando el pueblo lloraba las muertes de los pasajeros de Andesa, nave incendiada en la cercanía de lo que hoy es el estadio de la ciudad de Cuenca: “No lloréis por quienes mueren incendiados, llorad por quienes viven apagados”. Lo peor que puede suceder a una sociedad es que su juventud se vuelva fofa, que muera su espíritu de lucha, que termine con sus ambiciones sanas, que rehúse la confrontación del pensamiento, que sea presa fácil de las leyes del mercado, de la alienación, del quemeimportismo, de los vicios, de la abulia.

En enero del 2005 tendremos algunos millares de jóvenes, hombres y mujeres, que se incorporarán como bachilleres de la República del Ecuador; también los tecnológicos, las politécnicas y las universidades graduarán profesionales en diversos campos del saber y accionar. Una fuerza gigantesca, un cúmulo de voluntades con energía suficiente para inyectar vida a la modorra ciudadana, si todos estos jóvenes están dispuestos a vivir intensamente sus compromisos y a tener frente a sus miradas un camino claro y definido para recorrerlo, anclado en tradiciones, en principios y anhelos comunes. A estos jóvenes quiero recordarles, a través de EL UNIVERSO, la letra de un vals del colombiano Héctor Ochoa Cárdenas (a este poema, declarado como “la canción colombiana del siglo XX”, se lo ha definido como un himno a los hijos, la familia, el amor y la vida).

“De prisa como el viento, van pasando/ los días y las noches de la infancia./ Un ángel nos depara sus cuidados, mientras sus manos tejen las distancias./ Después llegan los años juveniles,/ los juegos, los amigos, el colegio./ El alma ya define sus perfiles,/ y empieza el corazón,/ de pronto a cultivar un sueño.

“Y brotan como manantial las mieles del primer amor,/ el alma ya quiere volar y vuela tras una ilusión,/ y aprendemos que el dolor y la alegría/ son la esencia permanente de la vida./ Y luego cuando somos dos, en busca de un mismo ideal,/ formamos un nido de amor, refugio que se llama: hogar,/ y empezamos otra etapa del camino,/ un hombre, una mujer, unidos por la fe y la esperanza.

“Los frutos de la unión que Dios bendijo/ alegran el hogar, con su presencia,/ a quién se quiere más, sino a los hijos,/ son la prolongación, de la existencia./ Después cuántos esfuerzos y desvelos,/ para que no les falte, nunca nada,/ para que cuando crezcan lleguen lejos,/ y puedan alcanzar, esa felicidad, tan anhelada.

“Y luego cuando ellos se van, algunos sin decir adiós,/ el frío de la soledad, golpea nuestro corazón;/ es por eso amor mío que te pido,/ si llego a la vejez, que estés conmigo”.

De la obra del Dr. Francisco José Correa Bustamante, Antología musical, he sacado ‘El camino de la vida’, fuente fresca donde podemos beber sorbos sabrosos que vivifiquen y fortalezcan nuestra pertenencia al hogar y nuestro compromiso con nuestras propias vidas, con nuestras familias, con Dios y con la patria. ¡Feliz Navidad!