Había que leer la reciente novelina de García Márquez. La difusión de su texto con título impronunciable desde cierto sentido del decoro y del respeto para aquellas que practican la “profesión más antigua del mundo” (periódicos extranjeros nos informaron que hubo que reprogramar los ordenadores para que no rechazaran la palabra “puta”), me empujó, indefectiblemente, al consumo. Y también ese malhadado prurito de “estar al día” que muchas veces me hace tragar pesadas piedras de molino.

Lo cierto es que Memoria de mis putas tristes permite reencontrar muchos de los rasgos estilísticos dominantes del autor que nos deslumbrara con su estallido imaginativo y su metaforización histórica y política sobre Latinoamérica, allá, a finales de los setenta. Pero jamás la lectura de una novela puede sostenerse exclusivamente en la admiración de los recursos literarios. El lenguaje nos lleva a los significados, abre el campo de la interpretación y del sentido. Situada allí, hoy, esta obra me provoca desagrado e indignación.

La historia del personaje que decide celebrar sus noventa años regalándose “una noche de amor loco con una adolescente virgen” ubica la ficción en el territorio que mayores hipocresías sociales ha promovido: el de la prostitución. Y en otro de más serias connotaciones éticas: el de la pedofilia. Porque encuentra su objetivo en un burdel y con una niña de catorce años. El solitario “amador” que “nunca se ha acostado con ninguna mujer sin pagarle”, que ha utilizado para los mismos fines a su fiel empleada doméstica durante toda una vida, lleva un registro minucioso de sus incursiones en barrios de tolerancia y ya en la senectud, siente renacer el ímpetu de la rijosidad al punto de concebir el capricho por una chiquilla.

La ficción no excusa el poder simbolizante de la palabra. El que se trate de un argumento inventado al calor del humor y la ironía caribeños, no nos distancia de la tragedia de ser mujer, de ser pobre y de ser explotada en la telaraña del inframundo latinoamericano. En ese corte ubica el “gran” García Márquez su argumento haciendo gala de la impunidad masculina para llevar adelante sus deseos, en ambientes y circunstancias donde siempre hay una mujer comprable.

La visión de Sor Juana Inés, que en el siglo XVII fue audaz cuando proclamó que tiene mayor culpa “el que peca por la paga/ que quien paga por pecar” resulta ingenua, enfrentada al diagnóstico agudo de nuestros días, de ser todos víctimas de una “violencia simbólica” que se enseñorea de nuestras mentes cuando “los esquemas que el dominado pone en práctica para percibirse y apreciarse o para percibir y apreciar a los dominadores son el producto de las asimilaciones de la que su ser social es producto”, como nos enseña el francés Pierre Bourdieu. En palabras más sencillas, hace violencia contra las mujeres toda una sociedad que le ha entregado al varón las decisiones de seducir, manipular, promocionar, mantener, comprar, al sector femenino del mundo. Y se hacen violencia contra sí mismas las mujeres que se quedan pasivas frente a estas realidades.

El erotismo es una de las riquezas del ser humano. Pero planteado como un voyeurismo invasor sobre el cuerpo de una adolescente, huele y sabe a violencia por mucho que el protagonista de la mentada novela no pase de contemplar a una durmiente.