Hace poco hablé de mis libros subrayados. La verdad es que no tengo muchos libros: hace algunos años tomé ciertas decisiones en mi vida, guiado por la idea de intentar tener una máxima calidad de vida con un mínimo de cosas. No quiere esto decir que haya optado por una vida monástica; más bien todo lo contrario: cuando no estamos obligados a poseer una infinidad de objetos, tenemos una libertad inmensa. Algunos de mis amigos (y amigas) se quejan de que, por culpa del exceso de ropa, pierden horas de su vida intentando decidir qué ponerse. Como yo he reducido mi guardarropa a un “negro básico”, no tengo ese problema.

Pero no estoy aquí para hablar de moda, y sí de libros. Para volver a lo esencial, decidí mantener solo 400 libros en mi biblioteca, algunos por razones sentimentales, otros porque siempre los estoy releyendo. Tal decisión fue tomada por varios motivos, y uno de ellos es la tristeza de ver cómo bibliotecas acumuladas cuidadosamente a lo largo de una vida, son después vendidas a peso, sin ningún respeto. Otra razón: ¿por qué mantener todos estos volúmenes en casa? ¿Para mostrar a los amigos que soy culto? ¿Para adornar la pared? Los libros que he comprado serán infinitamente más útiles en una biblioteca pública que en mi casa.

Antiguamente, podría haber dicho: los necesito porque los voy a consultar. Pero hoy en día, cuando necesitamos cualquier tipo de información, enciendo el ordenador, escribo una palabra clave, y delante de mí aparece todo lo que necesito. Allí está internet, la mayor biblioteca del planeta.

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Claro que sigo comprando libros, no existe medio electrónico que pueda sustituirlos. Pero en cuanto termino de leer uno, dejo que viaje, se lo doy a alguien, lo dono a una biblioteca pública. Mi intención no es salvar bosques o ser generoso: simplemente creo que un libro tiene su propio recorrido que realizar, y no podemos condenarlo a quedarse inmóvil en una estantería.

Al ser escritor y vivir de derechos de autor, puede que esté lanzando piedras contra mi propio tejado; al fin y al cabo, cuantos más libros se compren, más dinero ganaré. Sin embargo, sería injusto con el lector, sobre todo en países donde gran parte de los programas gubernamentales de compras de libros para bibliotecas se hace sin el criterio básico de una elección seria: el placer de la lectura con la calidad del texto.

Así pues, dejemos que nuestros libros viajen, que sean tocados por otras manos y disfrutados por ojos ajenos. En el momento en que escribo esta columna, me acuerdo vagamente de un poema de Jorge Luis Borges que habla de los libros que nunca volverán a ser abiertos.

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¿Dónde estoy ahora? En una pequeña ciudad de los Pirineos, en Francia, sentado en un café, aprovechando el aire acondicionado ya que la temperatura afuera es insoportable (cuando escribo esto aún es verano). Por casualidad, tengo la colección completa de Borges en casa, a algunos kilómetros del lugar donde escribo; es un escritor que releo constantemente. ¿Por qué no hacer la prueba?

Cruzo la calle. Camino cinco minutos hasta otro café, equipado con ordenadores (un tipo de establecimiento conocido por el simpático y contradictorio nombre de cibercafé). Saludo al dueño, pido un agua mineral muy fría, abro la página de un buscador, y tecleo algunas palabras del único verso que recuerdo, junto con el nombre del autor. Menos de dos minutos después, tengo el poema completo delante de mí:

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Hay una línea de Verlaine que no volveré a recordar, hay una calle próxima que está vedada a mis pasos, hay un espejo que me ha visto por última vez. Hay una puerta que he cerrado hasta el fin del mundo.

Entre los libros de mi biblioteca (estoy viéndolos) hay alguno que ya nunca abriré.
En verdad, tengo la impresión de que nunca habría vuelto a abrir muchos de los libros que doné: siempre se publica algo nuevo, interesante, y yo adoro la lectura.
Me parece estupendo que la gente tenga bibliotecas; generalmente, el primer contacto de los niños con los libros se da a través de la curiosidad por aquellos volúmenes encuadernados, con figuras y letras. Pero también me parece estupendo cuando, en una tarde de autógrafos, me encuentro con lectores con ejemplares muy usados, que han sido prestados decenas de veces: eso quiere decir que aquel libro viajó tanto como la mente de su autor mientras lo escribía.