En su reciente libro, The Roads to Modernity (Knoff. 2004), la escritora Gertrude Himmelfarb recuerda la acertada observación de Hannah Arendt, sobre la paradoja con la que  se ha tratado a la Revolución Americana y la Revolución Francesa. “La triste verdad es que la Revolución Francesa, que terminó en un desastre, ha hecho historia mundial, mientras que la Revolución Americana, que fue un éxito rotundo, ha permanecido como un evento de una importancia meramente local”. En efecto, cuando se recuerdan las décadas que sucedieron a la Revolución Francesa encontramos que el reino del absolutismo y la arbitrariedad simplemente cambió de fachada.

Mucho sufrimiento tuvo que pasar el pueblo francés hasta comenzar a ver los frutos que en su momento les ofrecieron Robespierre y Rousseau. El inmenso entusiasmo que explotó en el verano de 1789, pronto fue teñido por el caos más brutal, por la inquisición más absurda, por la persecución más atroz. Todo para terminar inclinándose ante un emperador luego de haber ejecutado al rey. Pero es un fenómeno común. Colectividades enteras pasan por este trance cuando llegan a un punto de asfixia: simplemente se echan ilusionadas al vacío creyendo que cualquier cosa que venga no podrá ser peor que la que tienen, y si es peor, al menos será diferente. Y esto es suficiente.

Siguen creciendo los indicios de que la nueva mayoría estaría por dar un golpe de timón en la Corte Suprema. No se sabe cuán elegante será este operativo. Si se lo hará invocando la Disposición Transitoria 25 de la Constitución, o reformando la Ley Orgánica de la Función Judicial. De seguro que un camino habrá, pero el objetivo está claro. A través de la toma de la Bastilla Judicial se buscaría desalojar de este poder a quienes se sospechan han estado, por miedo o por conveniencia, al servicio de un solo eje político por años.

Cuánta será la desesperación que se ha sembrado, que de nada sirven las advertencias del gran error que esto significaría. Ciegamente se piensa que es mejor saltar al abismo que seguir donde se está ahora, en vez de aprovechar la crisis para introducir cambios positivos. Ese el precio que hoy se debe pagar por esa práctica que se ha entronizado ya en nuestra dirigencia: echar mano a las instituciones judiciales para saldar cuentas políticas. Práctica a las que, pasiva o activamente, se han prestado muchos. Cuántos atropellos vestidos con el elegante traje de la legalidad y cuántos abusos maquillados con los austeros colores de la justicia habrán cometido los unos, y estarían por cometer los que vienen, que el asunto no sorprende a nadie. Claro que hay excepciones, y muy notables, en este cuadro. Aunque son solo eso, excepciones.

Pero en esta guerra, las únicas víctimas somos los ecuatorianos. Nuevamente veremos frustradas nuestras esperanzas de tener algún día un poder judicial independiente y altamente profesionalizado; de jueces y magistrados que estén al servicio de los fines permanentes del derecho y no de los intereses pasajeros de los hombres.