La reelección presidencial a periodo seguido no tiene antecedentes en la historia republicana del Ecuador.  Ha regido la reelección pero pasando un periodo, bajo el criterio de que la madurez política del país ponía en peligro la neutralidad de los gobiernos.

Existen dos antecedentes históricos en cuanto a la conservación del poder entre las mismas manos.

El primero: en varias oportunidades durante el siglo XIX, los golpes de Estado culminaron con la ratificación como presidentes constitucionales, de los autores del golpe, denominados inicialmente como Jefe Supremo, ratificaciones dictadas por asambleas constituyentes convocadas por los propios jefes supremos, evidenciando la presencia de poderes caudillescos.

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El segundo: luego de la revolución alfarista se sucedieron varios gobiernos liberales impuestos al margen del sufragio libre, a nombre de que “no se puede perder en las urnas lo conquistado por las armas”.

Las sucesiones presidenciales inmediatas como fruto de los momentos de crisis o transición política, marcaron la vida republicana desde el primer día. Es así como Juan José Flores, primero Jefe Supremo elegido por una Junta de Notables durante tres meses (13 de mayo a 14 de agosto de 1830), fue ratificado como presidente provisional mientras ocurría la Asamblea Constituyente en Riobamba, la que a su vez lo nombró como presidente constitucional para cuatro años.

Esta curiosa práctica se repetiría en varios casos: Después de la caída de Flores, Vicente Rocafuerte fue nombrado Jefe Supremo en septiembre de 1834 y ratificado como presidente en agosto de 1835. José María Urbina gobernó un año, entre 1851 y 1852, como Jefe Supremo, para ser ratificado en el cargo por el Congreso para cuatro años.
Gabriel García Moreno integró entre 1859 y 1861 una junta de gobierno provisorio en el momento más frágil de la vida republicana.  Ratificó en 1861 su poder político personal haciéndose nombrar presidente interino, y convocando una Constituyente que, bajo su hegemonía, acabó declarándolo presidente constitucional. García Moreno repitió esa hazaña en 1869, para quedarse hasta 1875.

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Ignacio de Veintimilla trastocó el orden de los factores, declarándose primero Jefe Supremo entre 1876 y 1878, para hacerse nombrar presidente constitucional por cuatro años y quedarse casi un año más, nuevamente en calidad de Jefe Supremo, rompiendo el orden constitucional. Eloy Alfaro no se quedó atrás cuando tomó el poder por las armas en 1895. Fue Jefe Supremo primero, para pasar a ser presidente interino mientras se dictaba la Constitución liberal y se quedó en el poder hasta 1901, como presidente electo por la Constituyente. Otro tanto repitió en 1906.

El siglo XX inauguraría una práctica distinta, esta vez por la vía de las urnas, pero con poca transparencia. Así se turnaron presidentes liberales y dictaduras fugaces, incluida la “revolución juliana”, hasta 1934, cuando José María Velasco Ibarra fundara otra zaga de reelecciones, pero conquistadas por sufragio universal y gracias a su elocuente oratoria. Pero entonces, la Constitución permitía reelecciones siempre con un periodo de intermedio, hasta que los protagonistas del retorno democrático de 1978 “se curaron en sano” de cinco velasquismos, y expulsaron de la norma constitucional la posibilidad de reelección, reinstaurada en la Constitución de 1997, pero mediando un periodo.